Razón 36: Comprender la animalidad
Hoy por hoy, no tenemos nada más que relaciones con animales de compañía, ``humanizados´´ por nuestra permanente convivencia con ellos. En el ruedo, vemos al animal, en toda su naturalidad, o , mejor dicho, a un animal singular, y aprendemos a comprenderle y a pensar con él. Ese es uno de los esenciales placeres del aficionado. Es también la primera sorpresa del profano cuando escucha los comentarios de los iniciados. Hablaban del toro, de su tipo, de su comportamiento e intentan descifrar su carácter singular, anticipar sus acciones y comprender sus reacciones: ``¿Por qué acomete aquí y no allí? ¿Por qué a determinada distancia y no a otra? ¿Por qué en ese terreno y no aquel? ¿Por qué repite sus embestidas? ¿Por qué mide sus arrancadas? ¿Se percatará de la presencia del hombre tras su engaño?´´. Aprender a ver los toros en general y comprender un toro en particular es una fuente de educación de ``etología´´ para niños. Finalmente, es la condición indispensable para apreciar el trabajo del torero: ver lo que él comprende, apreciar cómo se adapta a su adversario, juzgar si le entiende o no y admirar que le haya entendido mejor que nosotros. ¡Estamos lejísimos de gozos perversos!
Razón 37: Admirar las virtudes intelectuales del torero
Torear no es sólo atreverse a ponerse delante de un animal que podría (y querría) matar. Torear es demostrar una forma muy peculiar de inteligencia (los griegos habrían dicho ``astucia´´). Consiste en presentar el propio cuerpo a una fiera peligrosa de forma que lo pueda coger, desviando su acometida con un engaño de trapo. Una finta hecha de audacia y astucia. Torear consiste sobre todo en enlazar una serie de quiebros que necesitan un conocimiento del toro, una penetración intuitiva de sus acciones y sus reacciones, una inteligencia estratégica de la lidia adaptada a cada toro y un sentido táctico de los gestos necesarios en cada fase de la lidia. La finalidad de todos estos actos, que culminan con la muerte, gesto de suprema maestría, es la dominación del hombre sobre el animal: se trata de forzar al toro a actuar contra su propia naturaleza, es decir obligarlo a acometer dónde, cuándo y cómo el hombre ha decidido, cumpliendo con la gratuidad del juego y la seducción del engaño. De todo ello resulta una faena que viene a ser como una acción domesticadora concentrada en unos pocos minutos.
No hay placer taurino sin esa admiración por la inteligencia del torero. Y la fiesta de los toros no tendría sentido sin esas virtudes de la inteligencia humana que ganan a las fuerzas de la naturaleza. Esta es la lección constante y universal de todo humanismo.
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