miércoles, 30 de abril de 2008

Un trabajo que empieza a las cinco/ Alfonso Navalón














Alfonso Navalón (15 diciembre 1964. El Ruedo)

Convertir una afición en profesión no deja de ser un servilismo doloroso, porque cuando el arte que llena el espíritu acaba siendo un medio de vida, necesariamente tiene que perder sinceridad.

Siempre me ha parecido más bonito lo que hace un aficionado que la perfección de un profesional. Porque el aficionado, despojado de egoísmos materiales, busca el placer estético donde los otros encuentran una solución de sus necesidades humanas.

El aficionado consciente de su condición, jamás hará concesiones a los demás, ni caerá en la monotonía de convertir el arte en oficio. Al revés: Cuando más sólo esté más orgulloso se siente y con más profundidad vive lo que hace.

Tienen vibración sentimental los tres naturales de esos que llamamos "señoritos del toreo" que la faena completísima de cualquier figura. Aunque aquellos lo hagan delante de una becerra y éstos tengan la responsabilidad del toro, del público y de la vida en juego. La gran faena de un gran torero es un eslabón más de la dilatada cadena de aciertos. Y los aplausos son el lógico premio del trabajo bien hecho.

Pero esos tres naturales de la becerra pueden ser el principio y fin de un hermoso sueño. Y aunque el sueño tenga segundas partes, los tres naturales quedarán clavados en el alma del recuerdo con su fondo de gente y de paisaje, con precisión de fecha, de hora y de matices.

Cuando pasen los años y la gente, cuando se muera la becerra, y cuando el protagonista no tenga más horizonte que un despacho o una vida cercada por ataques de reuma, en su alma seguirán teniendo ritmo aquellos tres naturales, aquella tarde y aquella encina que a él le parecía asomada a la placita para verlo torear.

Cuando el toreo deje sus miedos en la naftalina de unos trajes con el oro envejecido, volverá a ser aficionado y se perderá también por los senderos de la evocación, deteniéndose un poco en cada una de aquellas 30 o 40 faenas que tuvieron importancia. El torero, igualado en canas con el señor del despacho y del reuma, tratará de soñar con lo que fue y lo que pudo ser. Pero aquella faena perdida entre otras cuarenta hermanas gemelas, será una sensación imprecisa, traducida al presente. Será el camino grato de 40 pases convertidos junto a otros 6.000 en un cortijo y un batín de seda. O será el remordimiento de verse "sin tabaco" y volver la vista con pena hacia las tardes de gloria que no fue capaz de cuajar en un bienestar por culpa e la "mala administración".

No es lo mismo la obligación que la devoción. No es lo mismo torear por vocación que vivir de torear. Convertir en deber algo que nos gusta es uno de los mayores sacrificios del hombre.

Imaginaos la lucha de algunos toreros cuando llegan las cinco en punto de la tarde y no tienen más remedio que salir a matar dos toros. Y tiene que ser forzosamente a las cinco en punto de esa tarde calurosa. No cabe esperar a la inspiración. No cabe dejar el ensayo para mañana como hacen los cómicos cuando están de mal humor. O escribir el artículo por la noche. Tampoco sirve cambiar de tema o elegir el que más convine: tienen que ser los dos toros de todas las tardes que saldrán como a ellos les dé la gana sin que el hombre tenga más salida que explicar ante ellos una ciencia, al mismo tiempo que a los tendidos debe llegar un conjunto de armonías y emociones.

A esta constante preocupación le faltan todavía esos cientos de kilómetros que separan un plaza de otra, ese dormir sin dormir, mecidos por los baches de la carretera; y por si falta algo, puede un hombre pasar así tres o cuatro años y acabar debiéndole 20.000 duros al apoderado.

No es fácil ser torero. No es tan bonito como piensan algunos tener por oficio algo que antes ha sido sólo un ideal poético.

Si a los que son figuras del toreo los dejaran volver a empezar (sin el fantasma de los millones por medio) se conformarían con ser aficionados. Con torear de tarde en tarde, con muchas vísperas delante de cada faena y muchos días después para recordarlas pase a pase, como se recuerda la primera tarde de amor o el primer día que nos fugamos del colegio para fumar el primer cigarro.

Por eso hay tanta diferencia entre el aficionado y el profesional. Entre el poeta que sueña y recuerda y el hombre sin nervios que ha convertido el arte en oficio. Porque, para muchos, torear no es más que eso: un trabajo que empieza a las cinco en punto.

domingo, 27 de abril de 2008

LA CRUELDAD DE LAS CORRIDAS/ Ramón Pérez de Ayala

POR RAMÓN PÉREZ DE AYALA

ABC, 22 de abril de 1961

Vamos ya en derechura con la ética de los toros. El primer fallo condenatorio, el más extendido, afirma que las corridas de toros son inmorales, puesto que son crueles. Sería inepto negar su crueldad. Cruel es la vida misma y la naturaleza toda. Dejemos esto de lado, por ahora. Precisemos posiciones antes esa imputación de crueldad, especificándola, así en sus modos como en el carácter íntimo, de lo que es cruel y de lo que no es cruel. El público -se dice- es cruel con los toreros; va por pasar el rato, que consiste en verlos en peligro de muerte. En segundo lugar, el público y los toreros son crueles con el caballo y el toro; el público, por pasividad contemplativa; los toreros, por acción directa. Se dice, por último, que una persona delicada y sensitiva al dolor ajeno no puede resistir el espectáculo de los sufrimientos del lidiador, los del toro, y, sobre todo, los del caballo; porque -añaden- el torero torea voluntaria y libremente, pero nadie les ha consultado al caballo ni al toro.

En efecto: una persona bien organizada sufre del ajeno sufrir. Pero vuestra experiencia los habrá enseñado que una cosa es sufrir con el ajeno dolor, por simpatía humana, lo cual distingue verdaderamente a las personas piadosas, y otra cosa, no ya diferente, sino opuesta, es rehuir la presencia e ignorar la existencia o bien exigir la ocultación del dolor humano, no por humana simpatía hacia él, antes bien por egoísmo, no menos humano y más frecuente que la piedad, por no sentirse perturbado en el disfrute sensual de una vida regalada; por temor, en suma de tener que reconocer, ante el cuadro de la miseria y angustia de nuestros semejantes, y del dolor universal, que aunque la vida para uno sea un festín, no lo es para todos, ni nuestro mundo es todo el mundo; cuya admisión implica cierta medida de coraje y responsabilidad. Muchas instituciones de beneficencia, frías, mecánicas, mantenidas de lejos y sin caridad, obedecen a esa inclinación egoísta de esconder las miserias ajenas, por no tener que verlas, estregando el goce de la vida propia con la imagen anticipada de un dolor posible o presunto para sí. Por eso, Maurice Legendre, en su Portrait de l´Espagne escribe con tino que las corridas de toros asustan mucho a las mujeres que no quieren tener hijos porque tienen miedo de parir.

Se suele contraponer, por vía de alegato, a la crueldad de las corridas los toros la de otros espectáculos más o menos bárbaros, como el boxeo. Pero a no pocos extranjeros les he oído replicar a esto aquello de que el boxeador obra libremente, sin que nadie le obligue. A lo cual yo hube de replicar siempre: si el deshacerse dos hombres a puñetazos no deja de ser una cosa fea o cruel se debe justamente a que lo hacen libremente y sin necesidad; y por tanto peor será convertir eso en una carrera aplaudida y bien remunerada, y al gañán que anda a golpes, en un héroe nacional.

Pero hay extranjeros muy taurófilos, de los cuales yo conocí bastantes. Y a uno de ellos, un inglés, le escuché el mejor argumento sobre la supuesta crueldad de que se usa con el toro. Para entender el argumento es preciso recordar que el deporte más clásico y caballeresco entre ingleses es la pesca de la trucha con caña. Desde luego, todos los ingleses convienen en que la pesca con caña es lo más apetecible e inofensivo, y denota por consecuencia, en sus devotos y apasionados, un corazón angelical incapaz de hacer mal a nadie. Como prueba de esa doctrina unánimemente aceptada voy a citar un ejemplo representativo. El célebre escritor contemporáneo de John Buchan, Lord Tweedsmuir, gobernador general que fue del Canadá, entre otras obras excelentes escribió una biografía del Emperador Augusto. Pues bien: defendiendo a su biografiado de la imputación de crueldad ocasional apuntada en varios historiadores latinos, arguye Lord Tweedsmuir: No es posible que Augusto fuera cruel porque su enfrentamiento favorito los era pescar con caña." Además de apacible e inofensiva, la pesca con caña ajusta a varias reglas caballerescas la primera de las cuales estriba en el respeto a la que parece contraria no usar uno ventaja y concederle al otro todas las de posibles, un poquito más, Por lo pronto, no se pone cebo en el anzuelo, sino una fingida mosca; pues tampoco con este insecto hay que ser cruel; salvo por procedimientos científicos, como el "Flit". Pero este concepto, tan noble de la pesca no es exclusivo de los británicos, sino que tiene sus antecedentes en aquel aragonés que tampoco ponía cebo, y cuando un mirón le hizo notar. Así no pescará ninguna trucha." Él, como un sesudo "home de pro; respondió: aquí no se engaña a 'nadie'; la que quiera picar, que pique." Pero, en resumidas cuentas, en la pesca con caña, a la inglesa, se trata, ni más ni menos que de pescar la trucha para luego comérsela. Eso sí, se pescarla con mucho respeto; cómo el alcalde de Zalamea ahorcó al capitán. Con estas glosas previas ya estamos en disposición de entender el argumento de mi amigo inglés sobre la supuesta crueldad de que se usa con el toro. Decía mi amigo: "Lo que sufre un toro en el ruedo no es nada comparado de las corridas de con lo de una vez atravesado por la garganta asfixiándose fuera del agua. Pero lo que ocurre es que la gente no se fija sino en el tamaño respectivo de los dos animales. Otra cosa sería si el toro fuera tan chico como una trucha, y la trucha tan grande como un toro." Me decía esto antes de que se pusiera de moda la pesca del pez espada con caña. Y basta, por el momento.

A mí parecer, no es anteponiendo emociones sentimentales o sensaciones de orden físico, a causa del desagrado y aun horror instintivo que nos produce asistir al derramamiento de sangre, como se debe juzgar de la ética de los toros. La ética o moral superiores son siempre severas, y su práctica estricta suele ir aparejada con la aceptaci6n del sacrificio del dolor por nuestra parte y la pesadumbre penosa de saber que inevitablemente estamos acarreando de alguna manera de dolor al prójimo. La moral más piadosa se reviste acaso de apariencias de crueldad. Si así lo fuese, no seríamos seres humanos con conciencia del dolor, y nos hallaríamos todavía en estado de naturaleza animal. Porque la ética reside en la esfera interior de los motivos. Los únicos motivos del reino animal son los de conservaci6n del individuo y de propagaci6n de la especie. Los animales se hacen crueles y fieros hambre, por amor físico y por salvar la vida; y lo mismo los hombres cuando caen a estas urgencias desesperadas de la naturaleza irracional. Pero ética se define en el alma del hombre cuando como finalidad última de su conducta son superados esos motivos imperiosos, de común naturaleza con los animales, por motivaciones de calidad superior, desinteresada y como si dijéramos sobrenatural; literalmente sobre lo natural. He aquí la esencia de cuales estriba de la motivación ética, como también de la emoci6n estética; el desinterés, desasimiento o renunciamiento interiores de todo bajo motivo biológico y apetencia egoísta.

Ahora bien: en el hombre que lidia con el toro, nadie dirá que actúa como estímulo inmediato el instinto de propagación de la especie, como no sea en aquella forma etérea de amor platónico con que el caballero se encomendaba mentalmente a su dama antes de comprometerse en el combate mortal; y en cuanto al instinto de conservación, de lo que se trata, por puntillo de honor, es de domeñarlo, acallarlo y superarlo en diálogo decisivo con con la muerte; de lo cual, claro está, porque al fin el hombre es hombre, no se deduce que más de una vez el lidiador no ponga pies en polvorosa y tome el olivo de cabeza. Pero, ¡hay que oír lo que luego dice el público, celoso guardián de la tradición y de la ética taurina!...

Insisto en que la esencia de la ética reside en la esfera más intima de los motivos. Pero, claro, si no se acompañan con actos, son los motivos por sí como nostalgias de paralítico. Y de buenas intenciones está pavimentado el camino del infierno. Los motivos, por tanto, no pueden por menos de traducirse en reglas, o normas, de conducta. Toda nuestra ética, la cristiana, se resume en una norma tan sencilla que la puede entender un niño: "No quieras para otro ni le hagas lo que no querrías que te hiciesen a ti." Kant, después de mucho cavilar, quiso dar con un fundamento filosófico, de principio, para la ética, y creyó hallarlo en esta otra norma: "Debes obrar en cada caso de suerte que los motivos de tu conducta pudieran convertirse en regla universal." Es mucho pedirle a uno, porque si antes de determinarnos en hacer algo nos pusiéramos a reflexionar si nuestros motivos eran susceptibles de ser formulados como patrón universal en un nuevo decálogo, lo más probable es que nos viéramos finalmente al borde del sepulcro sin haber osado mover pie ni mano, como los faquires. La admonición evangélica es mucho más simple y hacedera. De todas suertes, la una y la otra coinciden sustancialmente. Entrambas establecen la razón y la condición primarias, elementales, para la convivencia humana. De aquí que los latinos a la ética la llamaron "moral"; o sea, lo acostumbrado, que la experiencia ha demostrado ser lo debido y conveniente. Sin esa moral o ética primarias -infusa por Dios en la conciencia individual, y explícita en la palabra revelada- no podría haber sociedad entre los hombres. Por eso mismo, aquellas dos normas de conducta coincidentes, la religiosa y la filosófica, presuponen la preexistencia, o cuando menos la coexistencia, de la sociedad de los hombres. A Robinson, por ejemplo, huelga amonestarle, en la soledad de su isla, que no haga con su prójimo y vecino, de que carece, aquello que de ellos recíprocamente no desea o teme que le hagan.


lunes, 21 de abril de 2008

La espera de un entendido/ Javier Marías


Javier Marías
El País, 25 de mayo de 1982

Hay una clase de entendido que es un hombre desesperanzado. Nada en el mundo le apasiona tanto como los toros, y no cabe duda de su sinceridad ni su sapiencia. Es un individuo al que le brillan los ojos cuando comenta y explica la foto de Manolete que cuelga llena de polvo en la pared de un bar y señala con voz conmovida el ángulo que forman la muleta, la pantorrilla del diestro y la cabeza del toro; y aunque uno (un mortal cualquiera) no vea nada de extraordinario en todo ello, queda convencido, al escucharle, de que el ángulo que describe el aficionado tiene algo especial.

El entendido, además, es un erudito: no sólo lleva viendo corridas desde que era niño (se acuerda un poco de Manolete, no digamos de Bienvenida y Ordoñez en sus mejores tiempos), sino que es capaz de gastarse cinco mil duros de golpe en Bardón por un librito lleno de “monos” que para el profano no tienen nada de particular, o de inflarle la cabeza a uno hasta conseguir que lea esa joya literaria titulada Juan Belmonte, matador de toros, de Manuel Chaves Nogales. Y sabe distinguirlo todo, hasta el toreo del norte del toreo del sur, que al ignorante suena como cosa muy sutilizadora. Esta clase de entendido no prolifera, y ahora he comprendido por qué- Hay que tener bien templados los nervios y mucha seguridad. Hay que ser poco menos que un iluminado.

Ya me lo avisó antes de entrar:

- No habrá nada, pero en fin...

Parecía coquetería ante el ego, pero no: el entendido permanece en la plaza como una verdadera esfinge. Él sabe que allí no está viendo nada a lado de lo que pudo ser. Confesaré que confiaba en espiar sus acciones, más que otra cosa para saber cuándo debería aplaudir y cuando podría decir olé sin parecer demasiado imbécil. La corrida, a juzgar de lo que opina el público, no va muy mal. Aplauden hasta a los toros cuando se los llevan barriendo. Pero el entendido no cede un ápice, no se inmuta en ningún instante. Este entendido no tiene nada de castizo. Parece un profesor de universidad. No se lo verá nunca en actitud taurina, ni con un puro en la boca, ni opinar, ni gritar, ni vaticinar. Está impasible, como limitándose a constatar por enésima vez que lo que él llegó a ver y recuerda ya no existe.

La gente se anima. A un torero le dan una oreja, a otro otra, y además parece que se le quiere porque le cantan “¡torero, torero!” (por primera vez veo como elogio que a alguien se le llame lo que es: a nadie se le ocurriría llamar taxista a un taxista o arquitecto a un arquitecto a no ser que esté en México). Por fin sucede una cosa muy rara: un picador se lleva una gran ovación. Miro al entendido, a ver si me explica por qué:

-Bah.

El entendido seguramente tiene fijas en la memoria una docena de faenas, no más. Pero además –esa es su desgracia- sabe, y no puede pasárselo bien con cualquier cosa. Intento pensar en alguna condena semejante, pero no se me ocurre suplicio tan terrible como este: la espera sin esperanza. Para mayor sufrimiento, el entendido es respetuoso. No se acalora, no se indigna, nunca dirá nada ni increpará a nadie. Es más: los ojos de indiferencia pasan a ser de desprecio cuando unos descontentos impertinentes (por el tendido 8) protestan en exceso, supongo que para que no se olviden que son exigentes. Él no tiene nada que ver con ellos. Y tiene el buen gusto de ni siquiera cruzar miradas de inteligencia con los que parecen ser de su estirpe. Pero no atiende a la lidia, se ha aburrido ya. A mi inexistente juicio, en el ruedo está habiendo de todo: revolcones, amagos de cogidas, desplantes airosos, capotes partidos en dos, banderillas lucidas, picadores aclamados, tandas de pases vistosos y desenvueltos. Por fin me atrevo a preguntar:

-Pero, ¿no hay ninguno bueno en estos tiempos? Si no recuerdo mal, hace unos años seguías a un joven…

-Emilio Muñoz. Cuando era bueno era a los doce años. Desde los dieciséis está corrompido.

-¿Cómo corrompido?

-Su toreo.

-Vaya por Dios.

Cada vez se desentiende más. Habla un poco –la conversación no es para mis oídos- con un viejo aficionado que acaba enseñándole un recorte de color verdoso que ha sacado de la cartera. Le insisto:

-¿Y no había otro, un francés, que seguiste por la Camarga?

-Patrick Verin.

-¿Qué, también corrompido?

-Un espejismo. Este se distrajo y no cuajó. Demasiada niña arriba y abajo, y así no hay forma.

-Es comprensible; mala suerte, ¿no?

Cuando todo ha terminado, ya de salida, de pronto se le iluminan los ojos cuando explica el ángulo de Manolete y me hace, por fin un comentario espontáneo:

- ¿Te has fijado qué mundo tan delicado es este? Nunca había nada en la arena. Hasta la flor más pequeña la recogían los peones y la devolvían. Deferencia hacia el que la tiró y pulcritud en la arena. ¿Has visto cómo la limpian después de cada toro?

El año que viene el entendido seguirá a otro niño de doce años que acabará corrompido; toreará en su casa a solas, nunca ante amigos; comprará más libros; y no faltará mañana. Nadie espera tanto como el que no tiene esperanza.

viernes, 11 de abril de 2008

Evolución: de dios al Toreo/ Nochetriste


Por Nochetriste

El mundo es producto de procesos naturales de evolución, a nosotros, en este escrito, son los sociales los que nos interesan. Las revoluciones quitan una cáscara y ponen una nueva, hasta que esta se desgaste y venga la renovación. Pero hay ciertos espacios con muy poca capacidad de renovación. Hablaremos aquí de los toros y la religión.

El mundo de los toros trae condumio de solera. Las tradiciones marcan el funcionamiento de la fiesta y entre tercios y suertes se descubren largos siglos de vida. De todas maneras ha habido momentos de cambio que sacudiendo la fiesta nos han traído hoy, al momento más elevado de la historia del mundo de los toros.

La religión sigue teniendo clavado a dos pedazos de madera contrapuestos a un dios sangrante que mira las injusticias y les quita la cara. Un dios que representado por sus sotánicos curas, no alcanza a ver la propagación de enfermedades venéreas en el África mientras los preservativos se pudren entre el índice de su inquisición. Una religión que mantiene el celibato en un mundo que en la explosión sexual encontró sus raíces.

Cuando Juan Belmonte revolucionó el toreo, se quedó quieto ante los ojos de los ortodoxos e impuso la utilización de burladeros para mermar sus falencias atléticas, los sacerdotes taurinos creían que era el fin de la fiesta. El toreo renació, descubrió su más pura esencia, cambió las lógicas gravitacionales y elevó vuelo en sus primeros intentos.

Cristo. Aquel ser humano extraordinario que logró que dos mil años después de su muerte sigamos mirándolo como una deidad, fue ese de carne y hueso que peleó contra las desigualdades, contra un proceso de conquista romana que no solo excluía al pueblo judío sino que lo miraba xenofóbicamente. Ese Cristo que seguramente pecó tantas veces como cometió milagros, no era el que criminalizaba la homosexualidad, el que rechazaba a las mujeres que abortaban acusándolas de asesinas, el que despreciaba los revolucionarios y se vestía de lujosas pieles. Cristo, el de entonces, el personaje revolucionario, era uno que creía en el cambio, que murió por el cambio, que fue torturado por un imperio y sacrificado en vano.

Mientras decenas de caballos eran arrastrados por la pureza de la fiesta. A algún revolucionario, con naciente conciencia ambiental, se le ocurrió poner una protección a esos caballos que vendados los ojos eran sacrificados sin sentido alguno. Los sacerdotes ortodoxos que profesaban liturgia taurina enunciaron fecha y lugar del final de la fiesta.

El toreo renació, descubrió su más pura esencia, cambió las lógicas gravitacionales y elevó vuelo en un segundo momento. Luego vinieron muchos más, Manolete y la ligazón, Paula y el arte, Tomás y la colocación…En vano moriría Cristo porque le creímos dios y bajamos las virtudes de un hombre extraordinario a la normalidad de un dios crucificado. Le trataron tan mal que le tocó solo un tercio de dios.

Cuando son sus pecados, sus miles de pecados quienes construyeron ese hombre, no su maquillada y virginal impolutez; sus aventuras, las reales, deben haber sido fascinantes, sus años de adolescencia en los que negó ser dios una y mil veces, sus enamoramientos, sus amores, sus lágrimas, su descarnada humanidad. Lo mataros sus discípulos que en nombre de la diosa pureza nos quitaron su maravillosa vida y sus reales enseñanzas.

Al toreo no podemos perderlo en esas manos. Nos hemos sacudido de dichos ortodoxos, ora porque de viejos murieron en sus lamentos, ora porque no son capaces de seguir la vorágine de los tiempos.

Es momento de pensar en la fiesta con relación al mundo en que vivimos. Amamos la fiesta exactamente como es, pero debemos ser capaces de entenderla en su real dimensión, pues a mi que me sobra de placer al ver una verónica torera, también me cabe la sensación de que podemos pensar que nuestra fiesta es cruel y a momentos salvaje. Nuestro arte debe refinarse en nuestras manos, sin perder su esencia; pues si dejamos esto a manos ajenas, la perdición es lo que nos queda. A un mundo que se torna cada día más verde no le podemos negar las posibles modificaciones que necesita nuestra particular liturgia.

Para anquilosados y misas, tenemos los domingos de luto.

La maravilla de la fiesta de los toros es su lujuria, sus colores y cóleras, sus momentos de tensión y de placer, los gritos y los olés, la libertad, el valor y la belleza. Todo ello no puede ser borrado por los vestigios medievales que prefirieron quemar libros que ofrecérselos a las mentes ávidas de sensaciones.

Me pregunto si por quitarle humanidad los discípulos cristianos habrán borrado de la vida de su maestro alguna anécdota de un par de naturales a uno de los minotauros de entonces . Si así fue, seguramente cristo era de los de arte, de los caprichosos muleteros que con dos detalles contentaban al gentío. Solo sus sacerdotes habrían callado los olés, criticando su colocación, su falta de técnica, o su inevitable irregularidad.

Cristo fue de arte, humano de carne y hueso que en su afán de cambio nunca negó la posibilidad de un mundo revolucionariamente distinto y profundamente artístico. Nuestra fiesta lo es, no podemos dejarla naufragar entre lamentos del pasado.

miércoles, 9 de abril de 2008

VIVIR EN TORERO/ Juan Bernardo Cevallos




Por Juan Bernardo Cevallos



Las ganas de sentir ese cosquilleo en el hotel,
Aquella sobria incomodidad al apretarse la taleguilla,

La devoción al encomendarse a los santos,
La necesidad de pegar un forzado al pausado y eterno momento antes de salir.
Vivir en torero.

La gratitud de saludar con el aficionado,
La certeza de escuchar con atención los consejos del experimentado subalterno,
El conteo para que se acaben los sustos en el callejón.
Mucha suerte y enhorabuena pa’ todos; aquí salimos a matar o morir.
Vivir en torero.

El garbo del lento caminar en el paseillo,
Los pies dibujando cruces en la arena,
Algunos golpes en la madera de las puertas,
El desfile acompasado por el “run-run” que proviene de los toriles.
Vivir en torero.

No más de tres verónicas de salón terminadas con una media.
A taparse; pues comienza otra historia.
Abaniqueos y comentarios embellecidos con delantales de color rosa y amarillo
Se complementan de pedazos de polvo que buscan nublar el mágico momento.
Jamás se encontrará en otro que hacer tal sentimiento.
Vivir en torero.

Un “Vamos ya” que viene desde lo profundo del alma.
Consentir al burel por delicados doblones.
Conseguir ligar arte y despaciosidad,
El doblarse en los riñones.
Vivir en torero.

“Ole por ti y por tu madre chaval”,
Salen desde los labios de aquel anciano que jamás desconfió de su pupilo.
De aquel quien supo ver en esos derechazos defectuosos, algo de duende y estilo.

Los apéndices, las puertas grandes, el sentarse en hombros,
Ya vendrán.
Por ahora haz lo que te gusta; vive como te gusta.
Vive en torero.

jueves, 3 de abril de 2008

Los de arte y los demás/ Nochetriste




Por Nochetriste

El mundo de los toros debe ser de los más duros que pueblan nuestra tierra. Y es aún más duro para los de arte. Los otros por último echan rodilla en tierra, hacen que el majestuoso coree uys en lugar de olés.

Fue José Tomás quien puso esto así, el maestro del Uy. Ahora todos quieren uys y los olés se quedaron bien guardados en casa. Este de Galapagar se pone donde los otros ponían los trastos de torear. Sus gaoneras son ceñidísimas, reñidísimas con la gravedad y sin duda con la estética. Pero todas atraen uys que levantan a los aficionados, muchos, o casi todos ellos, buenos aficionados. Se las pega a todos los toros y con un puñado de naturales, otra vez ceñidísimos y remates sin enmendar, más ceñidísimos aún, corta ceñidísimas orejas, de esas que miden setenta centímetros pues nacen de los ojos del animal muerto, de tan merecidas que son.

Los de arte necesitan el son del toro, el ritmo de la embestida, la bravura entendida en recorrido, humillación, fijeza. Todas ellas juntas pero además que vayan de la mano del estilo, del antojo del artista, acaso hasta del humor del día del creador. Eso han sido los toreros de arte, aquellos que no pueden pintar cuando hay una construcción en el edificio de al lado; músicos que no dan un concierto si su melodía no termina de salir; escultores que no entienden la armonía de las formas en excéntricos vértices.

Los unos son artistas excelsos, los otros albañiles que hacen buena letra. Pero hoy hasta eso ha cambiado. Los de arte salen, no la ven clara -como lo han hecho el puñado de toreros del arte que han existido en la historia- y en el momento que vive el toreo, hasta deben pegar un rodillazo, mejor si el de salida, mejor en la puerta de toriles. No olvido los de Morante en Sevilla en el 2007, o Manzanares padre en Quito en su despedida.

Las cosas están para que hasta los de arte se dejen tragos de traición. Mi consuelo es que el arte no puede colmar las estanterías de la historia, para que este exista la vulgaridad debe tener su lugar. No en vano Manuel Benítez brindaba circo mientras abonaba el camino para la entrada del cante de Curro y Paula.

En el mundo que nos tocó vivir es posible que toreros tan malos como el Fandi – extraordinario banderillero e hiriente muletero- triunfe al lado de toreros opacados, toreros de enorme clase que no suenan más, como Juan Diego, Manolo Sánchez o ese que ya se fue, despechado del maltrato: Fernando Cepeda. Existe y hasta triunfa Serafín Marín –escupitajo a la estética-; se consagró y se retiró rico Dávila Miura como ¡torero de Sevilla¡ -es para morir si lo ponemos al lado de Joselito el Gallo, Pepe Luís Vázquez, Curro o Morante- y hoy aparece como promesa Talavante- copia de Tomás, a momentos más inteligente, pero copia, mala copia, xeroxcopia-.

Los otros, los que pueden terminar por irse del despecho, de la desidia, del abandono: Juan Diego, en plena edad para dejarnos un puñado de verónicas que no se le olviden a la historia del toreo; Manolo Sánchez, de los de clase que se derraman, que organiza corridas de toros, no para hacer dinero, sino para verse en el vestido de luces, para que los que lo vean se arrepientan del mundo del toro que nos tocó vivir; o Cepeda que enseña a torear a un Perera que les puede a los toros, pero que por talla y estética en el trazo del toreo que lleva dentro, debería ser delantero del Badajoz, mientras el mismo Fernando levantaba a Sevilla con su aroma al solo caminar.
Aún así, cuando ya no había esperanza, vuelve le arte.

Morante sigue vivo, loco, loco de atar, pero vivito y toreando. Bordando el torero cuando le da la gana y paseando una burra con sombrero de copa del aburrimiento de competencia que tiene.

Y Manzanares hijo que emulando la clase de Ordóñez y sacando la sangre de cada una de las letras de su apellido nos deja claro que el futuro es nuestro.Mientras más se toree, mientras más intenten evolucionar esto, se darán cuenta que es lo estético lo que evoluciona, nunca lo técnico.
El toreo es un arte no una ciencia, para eso ya hay premios noveles, y no me imagino a esos viejos metidos en mandiles pegando una media que merezca la pena.

También nos queda el Paula. De él nadie puede olvidarse. Por ahí, decide cumplir su palabra, olvidarse y hacer que los años olviden sus rodillas y ponerse nuevamente frente un toro. Ya ni me importa que no los mate, que casi ni los toree, si es capaz de una sola media. Con ella les taparíamos la boca a todos los insulsos que creen que esto es de técnica. Él mismo decía que el arte es al toreo lo que la técnica a los reparadores de refrigeradores.

Yo me apunto al cante y al toreo, dejo el ruido y las lavadoras para otros.