viernes, 11 de abril de 2008

Evolución: de dios al Toreo/ Nochetriste


Por Nochetriste

El mundo es producto de procesos naturales de evolución, a nosotros, en este escrito, son los sociales los que nos interesan. Las revoluciones quitan una cáscara y ponen una nueva, hasta que esta se desgaste y venga la renovación. Pero hay ciertos espacios con muy poca capacidad de renovación. Hablaremos aquí de los toros y la religión.

El mundo de los toros trae condumio de solera. Las tradiciones marcan el funcionamiento de la fiesta y entre tercios y suertes se descubren largos siglos de vida. De todas maneras ha habido momentos de cambio que sacudiendo la fiesta nos han traído hoy, al momento más elevado de la historia del mundo de los toros.

La religión sigue teniendo clavado a dos pedazos de madera contrapuestos a un dios sangrante que mira las injusticias y les quita la cara. Un dios que representado por sus sotánicos curas, no alcanza a ver la propagación de enfermedades venéreas en el África mientras los preservativos se pudren entre el índice de su inquisición. Una religión que mantiene el celibato en un mundo que en la explosión sexual encontró sus raíces.

Cuando Juan Belmonte revolucionó el toreo, se quedó quieto ante los ojos de los ortodoxos e impuso la utilización de burladeros para mermar sus falencias atléticas, los sacerdotes taurinos creían que era el fin de la fiesta. El toreo renació, descubrió su más pura esencia, cambió las lógicas gravitacionales y elevó vuelo en sus primeros intentos.

Cristo. Aquel ser humano extraordinario que logró que dos mil años después de su muerte sigamos mirándolo como una deidad, fue ese de carne y hueso que peleó contra las desigualdades, contra un proceso de conquista romana que no solo excluía al pueblo judío sino que lo miraba xenofóbicamente. Ese Cristo que seguramente pecó tantas veces como cometió milagros, no era el que criminalizaba la homosexualidad, el que rechazaba a las mujeres que abortaban acusándolas de asesinas, el que despreciaba los revolucionarios y se vestía de lujosas pieles. Cristo, el de entonces, el personaje revolucionario, era uno que creía en el cambio, que murió por el cambio, que fue torturado por un imperio y sacrificado en vano.

Mientras decenas de caballos eran arrastrados por la pureza de la fiesta. A algún revolucionario, con naciente conciencia ambiental, se le ocurrió poner una protección a esos caballos que vendados los ojos eran sacrificados sin sentido alguno. Los sacerdotes ortodoxos que profesaban liturgia taurina enunciaron fecha y lugar del final de la fiesta.

El toreo renació, descubrió su más pura esencia, cambió las lógicas gravitacionales y elevó vuelo en un segundo momento. Luego vinieron muchos más, Manolete y la ligazón, Paula y el arte, Tomás y la colocación…En vano moriría Cristo porque le creímos dios y bajamos las virtudes de un hombre extraordinario a la normalidad de un dios crucificado. Le trataron tan mal que le tocó solo un tercio de dios.

Cuando son sus pecados, sus miles de pecados quienes construyeron ese hombre, no su maquillada y virginal impolutez; sus aventuras, las reales, deben haber sido fascinantes, sus años de adolescencia en los que negó ser dios una y mil veces, sus enamoramientos, sus amores, sus lágrimas, su descarnada humanidad. Lo mataros sus discípulos que en nombre de la diosa pureza nos quitaron su maravillosa vida y sus reales enseñanzas.

Al toreo no podemos perderlo en esas manos. Nos hemos sacudido de dichos ortodoxos, ora porque de viejos murieron en sus lamentos, ora porque no son capaces de seguir la vorágine de los tiempos.

Es momento de pensar en la fiesta con relación al mundo en que vivimos. Amamos la fiesta exactamente como es, pero debemos ser capaces de entenderla en su real dimensión, pues a mi que me sobra de placer al ver una verónica torera, también me cabe la sensación de que podemos pensar que nuestra fiesta es cruel y a momentos salvaje. Nuestro arte debe refinarse en nuestras manos, sin perder su esencia; pues si dejamos esto a manos ajenas, la perdición es lo que nos queda. A un mundo que se torna cada día más verde no le podemos negar las posibles modificaciones que necesita nuestra particular liturgia.

Para anquilosados y misas, tenemos los domingos de luto.

La maravilla de la fiesta de los toros es su lujuria, sus colores y cóleras, sus momentos de tensión y de placer, los gritos y los olés, la libertad, el valor y la belleza. Todo ello no puede ser borrado por los vestigios medievales que prefirieron quemar libros que ofrecérselos a las mentes ávidas de sensaciones.

Me pregunto si por quitarle humanidad los discípulos cristianos habrán borrado de la vida de su maestro alguna anécdota de un par de naturales a uno de los minotauros de entonces . Si así fue, seguramente cristo era de los de arte, de los caprichosos muleteros que con dos detalles contentaban al gentío. Solo sus sacerdotes habrían callado los olés, criticando su colocación, su falta de técnica, o su inevitable irregularidad.

Cristo fue de arte, humano de carne y hueso que en su afán de cambio nunca negó la posibilidad de un mundo revolucionariamente distinto y profundamente artístico. Nuestra fiesta lo es, no podemos dejarla naufragar entre lamentos del pasado.

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