lunes, 21 de abril de 2008

La espera de un entendido/ Javier Marías


Javier Marías
El País, 25 de mayo de 1982

Hay una clase de entendido que es un hombre desesperanzado. Nada en el mundo le apasiona tanto como los toros, y no cabe duda de su sinceridad ni su sapiencia. Es un individuo al que le brillan los ojos cuando comenta y explica la foto de Manolete que cuelga llena de polvo en la pared de un bar y señala con voz conmovida el ángulo que forman la muleta, la pantorrilla del diestro y la cabeza del toro; y aunque uno (un mortal cualquiera) no vea nada de extraordinario en todo ello, queda convencido, al escucharle, de que el ángulo que describe el aficionado tiene algo especial.

El entendido, además, es un erudito: no sólo lleva viendo corridas desde que era niño (se acuerda un poco de Manolete, no digamos de Bienvenida y Ordoñez en sus mejores tiempos), sino que es capaz de gastarse cinco mil duros de golpe en Bardón por un librito lleno de “monos” que para el profano no tienen nada de particular, o de inflarle la cabeza a uno hasta conseguir que lea esa joya literaria titulada Juan Belmonte, matador de toros, de Manuel Chaves Nogales. Y sabe distinguirlo todo, hasta el toreo del norte del toreo del sur, que al ignorante suena como cosa muy sutilizadora. Esta clase de entendido no prolifera, y ahora he comprendido por qué- Hay que tener bien templados los nervios y mucha seguridad. Hay que ser poco menos que un iluminado.

Ya me lo avisó antes de entrar:

- No habrá nada, pero en fin...

Parecía coquetería ante el ego, pero no: el entendido permanece en la plaza como una verdadera esfinge. Él sabe que allí no está viendo nada a lado de lo que pudo ser. Confesaré que confiaba en espiar sus acciones, más que otra cosa para saber cuándo debería aplaudir y cuando podría decir olé sin parecer demasiado imbécil. La corrida, a juzgar de lo que opina el público, no va muy mal. Aplauden hasta a los toros cuando se los llevan barriendo. Pero el entendido no cede un ápice, no se inmuta en ningún instante. Este entendido no tiene nada de castizo. Parece un profesor de universidad. No se lo verá nunca en actitud taurina, ni con un puro en la boca, ni opinar, ni gritar, ni vaticinar. Está impasible, como limitándose a constatar por enésima vez que lo que él llegó a ver y recuerda ya no existe.

La gente se anima. A un torero le dan una oreja, a otro otra, y además parece que se le quiere porque le cantan “¡torero, torero!” (por primera vez veo como elogio que a alguien se le llame lo que es: a nadie se le ocurriría llamar taxista a un taxista o arquitecto a un arquitecto a no ser que esté en México). Por fin sucede una cosa muy rara: un picador se lleva una gran ovación. Miro al entendido, a ver si me explica por qué:

-Bah.

El entendido seguramente tiene fijas en la memoria una docena de faenas, no más. Pero además –esa es su desgracia- sabe, y no puede pasárselo bien con cualquier cosa. Intento pensar en alguna condena semejante, pero no se me ocurre suplicio tan terrible como este: la espera sin esperanza. Para mayor sufrimiento, el entendido es respetuoso. No se acalora, no se indigna, nunca dirá nada ni increpará a nadie. Es más: los ojos de indiferencia pasan a ser de desprecio cuando unos descontentos impertinentes (por el tendido 8) protestan en exceso, supongo que para que no se olviden que son exigentes. Él no tiene nada que ver con ellos. Y tiene el buen gusto de ni siquiera cruzar miradas de inteligencia con los que parecen ser de su estirpe. Pero no atiende a la lidia, se ha aburrido ya. A mi inexistente juicio, en el ruedo está habiendo de todo: revolcones, amagos de cogidas, desplantes airosos, capotes partidos en dos, banderillas lucidas, picadores aclamados, tandas de pases vistosos y desenvueltos. Por fin me atrevo a preguntar:

-Pero, ¿no hay ninguno bueno en estos tiempos? Si no recuerdo mal, hace unos años seguías a un joven…

-Emilio Muñoz. Cuando era bueno era a los doce años. Desde los dieciséis está corrompido.

-¿Cómo corrompido?

-Su toreo.

-Vaya por Dios.

Cada vez se desentiende más. Habla un poco –la conversación no es para mis oídos- con un viejo aficionado que acaba enseñándole un recorte de color verdoso que ha sacado de la cartera. Le insisto:

-¿Y no había otro, un francés, que seguiste por la Camarga?

-Patrick Verin.

-¿Qué, también corrompido?

-Un espejismo. Este se distrajo y no cuajó. Demasiada niña arriba y abajo, y así no hay forma.

-Es comprensible; mala suerte, ¿no?

Cuando todo ha terminado, ya de salida, de pronto se le iluminan los ojos cuando explica el ángulo de Manolete y me hace, por fin un comentario espontáneo:

- ¿Te has fijado qué mundo tan delicado es este? Nunca había nada en la arena. Hasta la flor más pequeña la recogían los peones y la devolvían. Deferencia hacia el que la tiró y pulcritud en la arena. ¿Has visto cómo la limpian después de cada toro?

El año que viene el entendido seguirá a otro niño de doce años que acabará corrompido; toreará en su casa a solas, nunca ante amigos; comprará más libros; y no faltará mañana. Nadie espera tanto como el que no tiene esperanza.

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