sábado, 22 de diciembre de 2007

PRESENTACION


Fernando Bustamante
Diciembre 2003

Cuando Ana María Chediak me invitó a presentar su nuevo libro de fotografía, no pude menos que manifestarme sorprendido: ¿Qué podía decir de una colección de imágenes taurinas, una persona como yo, que a) es lego por completo en la materia, b) no solo es ignorante respecto a la tauromaquia, sino que carece de todo gusto por ella y ha abrigado toda su vida serios reparos éticos respecto a este tipo de acontecimiento.
En efecto, desde mi concepción moral de las cosas, me he sentido unido a quienes (generalmente desde el septentrión calvinista) han visto en las corridas de toros un síntoma de barbarie moral, un acto de crueldad hacia los animales y un riesgo temerario para el humano. Para esta perspectiva que en buena parte ha sido la mía y que asimila la fiesta brava a una especie de arcaica supervivencia de los coliseos romanos, no pareció arredrar a la artista.
Cuando le hice presente cuán poco capacitado para hablar del tema me consideraba y le exprese mis reparos a verme mezclado en un ritual de infieles, que pudiese manchar mi intachable virtud liberal y humanista, Ana Maria, sin mover un músculo del rostro, me respondió que precisamente por que yo nada sabía de toros, poco me importaba la lidia y era, para todos los efectos pertinentes, un verdadero extraterrestre; que le parecía interesante lo que yo podría decir de su obra.
La paradoja o hasta el absurdo de la propuesta, (me pareció que era como pedir a un claustrofóbico que inaugurara una exposición de pinturas sobre cárceles, o a un militar que diera el discurso inaugural en una convención de pacifistas), me hizo detenerme, y me di cuenta que era precisamente el carácter contradictorio, impío y desafiante de la idea, lo que me hacía sentirme atraído hacia ella. Hay un ciertos sentido del humor sarcástico y torcido, una cierta gracia contrahecha y encorvada en hacer hablar de algo a quien se ha visto siempre enajenado de aquello de lo que debe hablar.
Por otra parte cabría preguntarse si la obra de Ana María Chediak es sobre toros: me puse a mirar las fotografías y me di cuenta que más allá de la temática ostensible, más allá de las coletas, del traje de luces, de la arena , del animal y de su embestida; más allá de todo lo escenográfico y visual, había otra cosa: y esta “cosa” ya no es tanto la fiesta brava como rito iniciático, significativo solo para sus fieles, solo para sus habituales, sus conocedores y sus amantes. Porque si veis esos rostros, esos cuerpos, esas tensiones y elasticidades, veis que aquí no estamos frente al acariciar cómplice de un tópico o frente a un aposentarse en el particularismo de una liturgia: esto no es, si miráis con una mirada connotativa, un texto visual cuyo tema profundo sea la tecnología del toreo o la pragmática de los protagonistas; la imagen apunta sobre todo a explorar experiencias humanas y vitales que trascienden más allá de todo particular receptáculo. Debajo del traje de luces hay un cuerpo arrojado a la muerte, en la mirada del banderillero antes del asalto está dicho todo lo que la imagen pude decir del ser humano frente a esos límites donde todo temblor y toda lágrima hallan su curvatura final.
En realidad las fotografías hablan de algo que está detrás de la representación, o que se hace por medio de la representación, del teatro, de la convenciones de un género…habla de experiencias que no son solo de los taurinos, sino que hablan de todos, de nuestras vidas, en su transcurrir engañosamente cotidiano. Después de todo, la modernidad, más que acabar con los encantamientos (y la tauromaquia pertenece, aunque sea por un resplandeciente instante al mundo de del mito y del hechizo), lo que hace es desperdigarlos por toda la democrática extensión del mundo de la vida, de la lebenswelt cotidiana. Si antes lo sagrado moraba en los altares, el individualismo liberal, el subjetivismo romántico y el culto de la persona, han hecho de cada cual y de cada quien una pequeña deidad, en cuyo altar, aunque sea ritualmente, los poderes fácticos y los hábitos ciudadanos deban rendirse e inclinarse. La modernidad no es desacralización del mundo encantado de los elfos y de los gigantes quijotescos, sino que – contra lo que pensaba Max Weber- es una caja de Pandora desde donde salen todos los milagros para hacerse vulgares, cotidianos, citadinos y peatonales. La modernidad, lejos de ser el fin del encanto, es su masificación y por ello es el hacerse irreconocible de los milagros. Ellos ahora aparecen bajo la ordinariez de la vida burguesa.
Por ello, puedo ver en las imágenes que Chediak propone todo lo que corre y sangra por nuestras vidas, porque me doy cuenta ahora, y solo ahora, que esa sangre que corre por la arena es la mía y la de todos y la de todas, porque la vida misma se ha convertido en una labor mortífera, en una apuesta al todo o nada, donde cada día con nuestros trajes de luces hacemos frente al toro de la existencia y tratamos de prolongar la faena hasta el último aliento, más no del toro, sino de nosotros mismos. Solo que esta corrida no hay indultos porque al astado somos nosotros mismos, como somos el torero y somos la arena que sangra con cada día que permanecemos, aún si para ello debemos refugiarnos precariamente en los burladeros del sueño: del que duerme y del que no ve.
Las labores y los días de cada uno, en nuestra habitualidad son esta feria donde muerte y vida danzan con redoblado temor y temblor hacia el abismo, que es el morir abrazados y sin querer decirnos ni confesarnos que quien no tomo la muleta y lo hizo, no vivió.
Me he detenido, por un momento y ahora descubro que no hablo de las fotos o de la obra. Más hablo de lo que la obra ensueña en mí, de lo que sugiere, práctica y fabrica en mí. La obra es en realidad un ingrediente que se prolonga en mí fantasear, reflexionar o rememorar.
Estamos aun muy ceñidos a una concepción iconográfica y por tanto iconodólica de la obra. Aún nos obsesionamos en demasía con el opus operatum, más que con el modus operandi. Vemos a la obra como totalidad finita o totalidad totalizada. De allí a la sacralización de la obra como objeto, y por tanto como cosa muerta que solo puede ser materia de la sacralización o de la demonización, hay un solo paso. Más quisiera proponerles otra manera de mirar la obra: no como esencia a contemplar, no como “especulum mundi”, no como ídolo cuya palabra aural esperamos, a guisa de revelación o teofanía de otro mundo, presumiblemente más verdadero o perfecto. Al contrario, quiero sugerir la posibilidad de que las obras son para abusar de ellas, para ser pisoteadas, para ser puyadas, ser acorraladas, provocadas, en suma “faenadas”. Frente a imágenes como las de Ana Maria Chediak, propongo que hagamos de ellas una lidia, que veamos en ellas la ocasión de hacer nuestra vida a través de las imágenes. No se trata tan solo, ni sobretodo de ver nuestra existencia sagrada, en la sacralidad del esos momentos de la brega en los cuales muerte y vida, fas y nefas ambulan de la mano. Se trata de hacer nuestra propia lidia, de enfrentar las imágenes como se enfrenta al toro, cara a cara, muerte a muerte.
Toda obra de arte es un toro que nos interroga, pero el toro no solo interroga y es interrogado, nos invita, fuerza y propone el pase, y el pase no es contemplación ni museografía, no es absorta admiración ante lo que la mirada abarca. El toro solo termina de hacerse toro en el pase y en la suerte, por ello también la obra solo termina de hacerse a si misma en el ardiente estoque de nuestra vida. El arte es para ser en el arrastre, y arte que no entrega el alma al hacer y al vivir, no es arte para nuestros tiempos en donde el arte camina por las calles, aunque estas no tengan nombre.
Por tanto las fotos son tan solo una invitación, una capa agitada al viento. Nos compete aceptar el envite o rehusarlo, es nuestra opción, pero si seguimos adelante, su cruzamos la frontera, si damos ese paso que nos arroja de lleno al medio y al centro del riesgo, podremos hacer de nuestra vida un arte y de nuestra muerte maestría. El arte, la visión, deben ser desenredados de la fijeza mortecina de la imagen consagrada. Como esos hombres que se detienen, pero solo un momento, para luego proseguir y andar por los abismos. Las fotos de Ana María son dispositivos para vivir, porque en ellas están resumidas hasta la condensación de un puño, los extremos, los límites, las crispaciones decisivas de la existencia humana. Y están sin discurso, pero con poesía, con texto, pero sin pretexto, para que tomemos su tejido, su tela roja y poco olvidadiza, para llevarla con nosotros, en recuerdo, pero también en interpelación al fragor de nuestros propios ruedos, en los días de la magia que habitamos en este mundo moderno, que democratizó la magia.
Más ahora debo volver por un momento a mi propia postura inicial. De hecho estoy tratando de operar con las imágenes, de hacer que ellas completen mi vida y la abran como un ariete a lo que ella nunca ha sido y a aquello en lo que no se ha querido. Porque toda obra puede ser también un aparato para romper con nuestras fibras y desgarrar nuestras entrañas. Me he resistido a y he repudiado la fiesta brava, pero ella ahora, a través de la obra rompe con esa resistencia y me coge por los cuernos y me lleva de cabeza a ver lo que no he querido ni deseado.
En realidad, es preciso ahora retornar la vista sobre la repugnancia que la civilización occidental, al menos en sus centros dominantes tienen con respecto a la tauromaquia. No es el momento de recitar los argumentos usuales sobre la crueldad y la violencia de las corridas o sobre los riesgos que ellas conllevan.
En nuestra civilización del control y la prevención de riesgos, el toreo parece estar fuera de lugar. Mal que mal las ejecuciones ha sido relegadas a la incruenta y aséptica tecnología de las inyecciones letales. Es más que un lugar común que la violencia antes que expulsada de la modernidad, ha sido ocultada, enterrada, barnizada y maquillada. Por momentos no es claro si el compromiso de nuestra época (más teórico que real) contra la violencia, es un asco a sus efectos sustantivos o más bien un rechazo al espectáculo, a su exhibición desnuda, a su estallido visceral en nuestros rostros. No es muy claro si la queja es contra lo que se hace o es contra lo que se exhibe. No es raro que el valor subversivo y choqueante del acto terrorista sea un acto de violencia “espectacular”, ruidosa, llamativa e imposible de dejar pasar desapercibida. Mientras que la violencia oficial, políticamente correcta y estilísticamente aceptable, es silenciosa, oculta, fuera de visibilidad, como las inyecciones letales, la prisión de Guantánamo o el desfile censurado de los ataúdes invisibles de Arlington. El atentado terrorista deja un reguero de cuerpos destrozados, de edificios humeantes, de ruinas ostentosas. Más la violencia de los estados se escamotea y se disfraza escrupulosamente. El problema del horror es su visibilidad, no su horror. O más bien el horror está en la visibilidad. Un horror invisible es aceptable, casi de buen tono. Debemos, por contrario agradecer que se nos prive del horror como aparición, puesto, que, desprovisto de apariencia el horror ya no es horror. Una ejecución invisible pierde el carácter que hace de una ejecución un acontecimiento luctuoso…es como si no fuese (desnuda de espectáculo) la aniquilación de nada que valga la pena.
¿Será posible que la condena a la tauromaquia tenga algo que ver con este moderno y virtuoso descarnar de la violencia?. El problema de la corrida, de la fiesta brava, a los ojos de la modernidad bienpensante, está en que nos pone frente a las narices todo aquello que el proceso de civilización se ha empeñado y ha apostado a obliterar: la sangre sin duda, pero también la muerte (que a pesar de ello aún se resiste a ser invisibilizada), el terror, el límite, la animalidad, el instinto, en fin todo aquello que es real en la proximidad, en la intimidad de los fluidos corporales, en la organicidad.
La civilización de la asepsia, que gira obsesivamente en torno a una seguridad perseguida como un espejismo inagotable, como un anhelo tantálico, que mientras más perseguido y deseado es más lejano, pero que lleva a renovados esfuerzos, a extremos cada vez mayores de limpieza, planificación, reglamentación, “securitización” , encuadramiento, sistematización, pero sobre todo control…hasta el vómito de la propia existencia, que se convierte en un esqueleto desinfectado, donde todo es germen y contagio, y riesgo y peligro de contagio, e infección y miedo y más insomnio y después en la mañana más medidas preventivas. La prevención y la seguridad invaden nuestras vidas, al punto que cada vez más nos vemos abocados a consagrar nuestras vidas a la autofágica tarea de asegurar algo cuya seguridad nos lleva a la nada de su existencia más allá de la seguridad. Nuestra vida consiste en asegurar nuestra vida, más fuera del asegurarla ya no queda nada de ella, que no sea el acto de asegurarla indefinidamente hasta la impudicia, la impertinencia final de la muerte
En ese sentido la tauromaquia es un anacronismo, pero un anacronismo subversivo, porque pertenece a un mundo donde las ejecuciones eran públicas y el guerrero miraba el rostro congestionado de su enemigo, en ese abrazo mortífero del cuerpo a cuerpo, donde esas dos sangres y esos dos sudores se mezclaban en un solo último aliento. Hoy el soldado aplasta un botón y con ello aplasta a cientos de enemigos, anónimos, estadísticos y abstractos como una inyección letal de suprema hipocresía. La tauromaquia tiene todavía la impertinencia de mostrar al desnudo el dolor, la mueca y ese roce de los cuerpos, redoblado de diferentes maneras, que en un mundo que encierra a la locura en las paredes de la clínica, que se horroriza de pensar la demencia y el delirio como “puestas en escena”, donde solo es posible poner en escena lo que el detergente auspicia; se convierte en escarnio y en escándalo.
La corrida es uno de los pocos lugares legítimos que aún permiten escenificar en la sacralidad del ritual, las verdades entrañables de la condición humana: aquellas que nos intentan escamotear: los de el arrojarse a la muerte: porque no solo el toro es lanzado a la muerte, sino que el torero, y sus asistentes y el público, lanzado a los bordes de su propia muerte, y aprendiendo a amarla, y a codearse con ella, y a la manera azteca, a hacerla su invitada permanente.¿qué vale la vida privada de la muerte? Es la pregunta que se hacen y se contestan toro y torero, y es la pregunta que la modernidad no quiere, no puede permitir que nos hagamos. Hacerla, permitir que se profiera, dejar que se escape por las costuras mal suturadas de la vida letal a fines de la historia; parece que pone en peligro algo fundamental, entrañable y central de nuestro deseo de conocernos de cierta manera.
La oferta fáustica de la modernidad es precisamente la trascendencia de nuestra condición humana. Es preciso (para ser moderno) rehusarnos a todo lo que se presenta como propiamente humano para así poder ser humanos “de veras”. Humanidad en esta perspectiva es la humanidad autóctona: hecha por si, y por tanto desprendida y alejada de todo referente o servidumbre a lo que no es su voluntad. Pero para ello, el cuerpo, las heces, y nuestra hermandad con la biosfera aparecen como un incomodo e indecente recordatorio de nuestra connivencia – a pesar de todo- con la biología en su potencial de fermentación, La búsqueda de la pureza, de la auto-construcción “liberada” de las barreras de un cuerpo dado ( y no producido), de lo que no es nuestra obra, de lo que es condición y no resultado, producen en la mente civilizada un horror y repugnancia de si, solo comparable a la del Rey David después de su amorío con Betsabé.
Es moderno el uso de cubiertos, pues evita el contacto degradante con la carne y con los jugos animales o vegetales… toda la curvatura de lo moderno es un titánico establecer y luego alejarse de los límites de la animalidad y de una humanidad libre de toda sospecha de connivencia con lo animal. Hombre y bestia fueron pareja inseparable desde los primeros ladridos de las cavernas, más hora esa hermandad debe ser conculcada, enjaulada, vacunada, en-ascada…y sobretodo la diferencia de lo humano y lo animal como inconmensurables debe ser repicada hasta los volúmenes más ensordecedores. Nuestra civilización está descrita por el trayecto de nuestra distancia del animal.
Pero allí está el toro, y el toro se rehúsa a morir. Porque el toro vive en la lidia, brilla, refulge y truena en el desierto de los tiempos. Es fácil denunciar la incongruencia de una civilización que se horroriza de la muerte ritual de un animal en el ruedo, al mismo tiempo que sacrifica miles de animales en los higiénicos mataderos industriales de todos los días. (Más claro está, los camales son como las prisiones: discretos: sacan el horror de nuestra vista, en vez de hacerlo desfilar en toda su dignidad de muerte galante delante de nuestros ojos). La plaza y el toro, el caballo y el toro, nosotros y el toro somos un obstáculo (tal vez final) a la final obliteración de lo animal de nuestras vidas, al final desprendimiento de nuestra piel para que aparezca el automaton, el ser que se hace a si mismo, el creador de si, a ese ser que no le debe nada a la sangre ni a la muerte, que es tan solo un artificio, un hijo de la maestría. Ese hijo del arte, ese puro acto de creación autónoma de toda esclavitud, ese ser libre del destino a la muerte tiene un nombre y fue creado en la mente de Mary Shelley; se llama Frankenstein y aún cabalga sobre nuestros terrores en las noches donde por un momento contemplamos la agonía del último humano.
Mientras esté el toro, sin embargo, el mundo no será de aquel creado, sino que aún habrá una criatura que no permita que la creación se enseñoree finalmente sobre la vida. Minos es el contrapeso que desde el fondo más ancestral de los tiempos detiene con su testa el avance fatídico de la creación, y la muerte de Minos es lo que con su evidencia factica detiene a ese simulacro de vida que reniega de la sangre y camina libre de gérmenes por una vida de muerte sin vida. Al fin de cuentas es tal vez el momento de traer a la vida el mito de Mitra: la del Dios/Salvador que crea el cosmos y la vida con el sacrificio y la sangre el toro celestial. El cristianismo fue y ha sido la religión del cordero, el mitraismo fue la religión del toro y basaba toda su explicación de la fertilidad del mundo y de la historia en la “tauroctonia”: en la muerte del toro sagrado de los cielos, que daba paso a la regeneración de la vida. La redención cristiana hace del sacrificio del cordero la metáfora de la redención, ¿no es una redención olvidada, la del hijo de Ahuramazda, aquella que secretamente se escenifica en la tauromaquia?.

jueves, 13 de diciembre de 2007

Sobre animales y otros asuntos

Por Francisco Aguirre Andrade
(interpretó el papel de “Jesús” en la película “Qué tan lejos…” de Tania Hermida)

Me agarraron en curva y firmé. Ahora me siento obligado a escribir sobre las salvedades de esa futura posible legislación; se trata de una legislación contra el maltrato a los animales y su salvedad son las prácticas simbólicas y rituales de la tradición.

Más allá del valor doctrinario o dogmático que pueda tener una práctica ritual para una comunidad de creyentes, tiene el valor cultural universal de la lectura simbólica posible sobre la vida y el mundo así como el revivir mediante actos los fundamentos de la conciencia de existir.

Rito, según varios estudiosos, entre ellos el padre Marco Vinicio Rueda, (lo escuché en una clase), significa símbolos en acción.

Las raíces de la palabra símbolo son: sin= juntar y ballein = lanzar. Juntar lo que fue lanzado. Una señal nos remite a un drama pasado: cósmico, evolutivo, histórico.

Muchos ritos han salido del ámbito religioso y se los encuentra en el arte, el circo, el deporte, etc., éste es el caso de la corrida de toros. Sé que por esta afirmación, habrá quienes me corten el saludo y quienes me griten en la calle.

Aquí, cuando digo que han salido del ámbito religioso, hablo de religión en los términos convencionales que hoy se entienden: religión = doctrinas, dogmas, instituciones jerárquicas; y, no en los términos primigenios que nos habla de religar, volver a unir, volver a ligar, perspectiva desde la cuál, éstas prácticas nunca han dejado de tener un fondo sacro, a veces son reminiscencias leves y a veces son actos superiores en intensidad y efecto a los que el mundo moderno de la diplomacia y la superficialidad conciben como religioso. El desafía y el juego cuya maestría consiste a veces en extender el tiempo de lo inevitable por los misterios de la pasión, hay quienes hablan del milagro del tiempo eterno.

Es poco lo que sé de toros, casi nada.

Sé que es quizás la única ceremonia viva de enfrentamiento entre la geometría y la fuerza que aún pervive en occidente. El peso promedio de un toro de lidia es de ochocientas libras, con la fuerza que despliega el dolor de un animal herido es con la que se enfrenta el torero, por eso; si bien es desigual la relación entre el toro y el torero, es también una desigualdad bastante relativa. El toro tiene un radio de visión corta, casi recta, no ve a los lados y, el arte del torero consiste en situarse en los bordes de la visión del toro, de manera que el toro en los momentos de gran cercanía vea a la capa y no el cuerpo del torero, es una danza con la muerte.

Una persona puede caminar cien metros sobre una franja de treinta centímetros de ancho, pero si al lado y lado de la franja en la que camina hay precipicios, la caminata se convierte en una prueba de temple.

El toro es negro como la representación universal de lo desconocido, como la fundición del todo. El torero lleva un traje de brillos como el sol, la razón y el pensamiento ha sido universalmente relacionado con la luz, también porque la cabeza es´ta en la parte superior del cuerpo como el sol, la luna y los astros en la parte superior del cielo. A veces el torero lleva un traje negro con plateado, allí sólo está la música interna de la sangre ante el cataclismo de la muerte mientras dure la fuerza enfierecida. Muerte del toro o del torero, vence la luz del entendimiento humano, el cálculo convertido en geometría corporal o la fuerza del destino y los acontecimientos, la fuerza del animal herido.

No digo que las corridas de toros no sean crueles y es legítimo que haya gente que a más de no gustarle prefiera su desaparición. El problema de la oposición a una práctica tradicional es que fácilmente puede trasladarse a otras que forman la esencia de identidad y afirmación cultural de diversas colectividades: los sacrificios de la religión Yoruba, mal llamada santería y las limpias, curaciones y diagnósticos de la medicina tradicional indígena que se realizan con cuyes, por poner otro ejemplo.

Podríamos hablar también del sacrificio del gallo, con el que se inicia o se iniciaba (no tengo información reciente) el carnaval de Guaranda para fertilizar la tierra con sangre y saludra el regreso del Inca; dicen que cuando murió Atahualpa cantó un gallo y que por eos gallina en quichua se dice atillpa o atallpa.

En el Azuay existen también ritos de sabre como el gallo pitina de Cumbe o el sacrificio del toro en Girón. Creo que no sólo es necesario respetar sino también proteger todos los registros de la cultura humana: ritos, libros, lenguas y lenguajes.

Un ritual es revivir un drama ancestral, histórico o mítico, un segmento del tiempo en la conciencia. La ritualización de la vida permite también que la agresividad o potencial enemistad entre los pueblosy las personas, se canalicen en juegos acordados. Creo que suprimir una práctica ritual esté o no en envoltura religiosa es tan criminal como quemar un libro. Hablo de ritos que si son entre seres humanos deben ser practicadas por acuerdo mutuo y si son en acción con la naturaleza no pongan en riesgo el equilibrio ambiental. Si eso ocurre, el reemplazo de prácticas y su evolución hacia otro tipo de signos, debe darse dentro del concierto vital de quienes comparten ese universo simbólico y serán las estructuras políticas de cada tradición simbólica, consejos de ancianos, por ejemplo, las fundamentales para la reelaboración de prácticas y nuevas interpretaciones.

Volviendo a los toros: cada vez que he hablado de esto, me topo con personas que tienen una posición al respecto, lo cual es muy respetable, pero se niegan a oír un pensamiento distinto al suyo, al igual que en otros tiempos había gente que se negaba a oír explicaciones científicas opuestas a los dogmas religiosos o que no se atrevía siquiera a pensar en el derecho a ejercer de manera libre la sexualidad; esto todavía sucede mucho y se niegan a ver en los toros, todo lo que no sea crueldad o barbarie; los símbolos, pese a ser el sustrato de la conciencia parece que no son tomados en cuenta.

De lo que sé, la corrida de toros más antigua tal como hoy la conocemos (corríjanme si me equivoco) data de alrededor del año 1300 de nuestra era, arqueología viva de setecientos años. Suprimir las corridas de toros, sería suprimir un gran trozo de historia; si esto sucediere, que no se reedite la inquisición y se proteja por lo menos el registro fílmico, gráfico y literario de este patrimonio, que no corra la suerte de valiosos documentos destruidos por la negligencia o la información sobre el mundo prehispánico perdida para siempre por la brutalidad de los conquistadores amparados en lo que consideraban la misión divina de eliminar la idolatría.

El toro en el burladero nos remite la Minotauro en el laberinto.

Creo que las corridas de toros, se han vuelto el chivo expiatorio de una mala relación del ser humano con la naturaleza.

Se sabe que se crían pollos forzados a crecer en tres semanas, más o menos, lo que de manera natural deberían crecer en cuatro meses; viven hacinados en espacios chiquititos que casi no les permite moverse y con los picos cortados APRA que no se maten entre ellos.

La destrucción de los hábitats naturales es la principal causa de la desaparición de especies, las transnacionles, los grandes poderes y la alienación del ciudadano común que cree que ser alguien en la vida es tener dinero, estatus o las dos cosas, al precio que sea, son quienes más atentan contra el equilibrio y la armonía natural.

En Cuenca hay una bandada de loros, escapados del cautiverio, volvieron a ser salvajes y vuelan de lado a lado de la ciudad, su existencia y continuidad depende también de que no se talen ciertos árboles.

Se deben proteger árboles de determinadas edades y especies y creo que debe ser una decisión urgente, a manera de ordenanzas, hasta elaborar una ley de patrimonio natural urbano; las autoridades deberían dictarlas ya porque no faltará quién aproveche el tiempo para llenar de cemento todo lo que alcance y construya rentables sitios de estacionamiento a costa del oxígeno, la sombra, el espacio y la reproducción de las aves que son a su vez difusoras de semillas.

Árboles de determinadas especies y edades tienen que ser considerados de valor patrimonial y debe prohibirse su corte, estén o no en propiedad privada.

Volvamos a los toros.

El toro de lidia vive como rey hasta el día que va a morir, podría vivir si le dan el indulto, lo cual en las reglas del toreo sucede muy pocas veces pero cuando así pasa es apoteósico. Desde otra altura, sería la reconciliación de la razón con el destino.

Me adelanta a los contraataques repitiendo y reafirmando algunos preceptos base de este escrito.

Se me dirá que validar una expresión por el hecho de haberse mantenido en el tiempo sería como validar el maltrato a las mujeres por ser una práctica de la tradición ancestral; a eso respondo que los ritos, las representaciones, los juegos, la fiesta con un guión básico, vienen de la cultura, repercuten en ella y tienen la posibilidad de modificarla, de moderar comportamientos desbordados al dar un tiempo y un espacio para desbordarse y hacer que los torrentes de la pasión y el deseo fluyan por canales; es decir, es dentro de ese juego de representaciones donde podrán cambiarse ciertos referentes guías de la conciencia.

Si todos los tratos buenos y malos fueran representados, ritualizados y ubicados en un tiempo y un espacio, es posible que la violencia cotidiana disminuyera considerablemente.

La guerra acordada en el Solsticio de Verano entre comunidades indígenas andinas, bajo la forma del Inti Raimi o San Juan, además de hacer un tributo con sangre a la generosidad de la tierra, puede también exorcizar un año de potenciales disputas. Creo que la sociedad contemporánea adolece, entre otras cosas, de un espacio y un tiempo de trastorno en la que el ser pueda romper la represión y desatar todas sus fuerzas lúdicas y creativas.

A tiempos sacros como el carnaval, se los intenta suprimir en nombre de la civilización (léase formatos y horarios, cordialidad burocrática y ausencia sentimientos fuertes), del orden, del trabajo, de la razón, de la urbanidad o del francesísimo derecho a no ser tocado; derecho en el que yo también creo, pues la sociedad contemporánea es lasciva por su alto grado de represión sexual, además, nadie tiene derecho de infringir dolor a otra persona sin su consentimiento y nadie es quién para transgredir los hábitos particulares de cercanía física de las distintas culturas; en nuestra cultura urbana del extremo occidente, los límites de cercanía física son bastante imprecisos, cambian constantemente por las relaciones interculturales y varían mucho entre regiones e individuos. Sería importante hacer un examen sincero de nuestros gustos y predilecciones: qué tanto son nuestras y qué tanto prestadas son nuestras afirmaciones y posturas. A mí me gustan también los juegos en que tocamos, despertamos animales dormidos, formamos una gran masa de calor o somos parte del flujo plácido de una elevación colectiva.

Creo que la oposición radical a las corridas de toros obedece de manera inconsciente más que a un rechazo a los tratos crueles contra los animales, a un sentimiento anti español y sobre todo a una necesidad de distanciarse de los signos de una clase feudal terrateniente de la sierra ecuatoriana; rechazo por demás legítimo y justificado si revisamos nuestra realidad cotidiana e histórica. Sin embargo, suprimir una expresión de la riqueza simbólica de una cultura por identificación con una situación histórica partiucular, por dura o injusta que sea, es una acción fóbica irracional que atenta contra los derechos particulares de la diversidad cultural humana; de allí, a perseguir a los oficiantes religiosos afro americanos o a los médicos tradicionales indígenas hay un paso y, esto, solo depende del sector social que detente el poder.

Unos crecen con el desafío y otros con el pacto o la contemplación y todo eso compone la riqueza patrimonial de la diversidad humana.

Creo que es legítimo que donde no ha habido tradición taurina no se la instaure, si esto significa violentar las bases cosmogónicas que han formado un tipo especial de sensibilidad en un particular conjunto humano; pero, donde sí existe la tradición (hoy llamada afición) sea España o Quito está bien que se la mantenga. Dirán cómo así en Quito si en América ni siquiera habían esos toros, yo respondo: tampoco había Cristianismo.

La afirmación de los derechos culturales se tiene que equilibrar con los derechos universales de libertad individual y colectiva. El derecho de las colectividades a no ser aplastados por los grandes poderes: trasnacionales, estado, poder clerical, ideología dominante, etc., y el derecho de los individuos a no ser aplastados por la colectividad a la que pertenecen.

Las oposiciones entre colectividad e individuo, dinamismo revolucionario y tradición, razón y placer no son irreconciliables sino más bien complementarias y necesarias en el desarrollo de futuras síntesis de las que se nutrirá la cultura humana.

Las fobias hacia el otro no han hecho más que sepultar información y referentes de lo que luego la historia y las nuevas generaciones lamentan mucho.

Es posible que ocn el tiempo desaparezcan las corridas de toros, la cultura siempre cambia, es posible que en un futuro próximo nuestra alimentación principal sea a base de insectos.

Hoy por hoy, nuestra cultura contemporánea es esquizoide, comemos carne pero nos espanta ver sangre; sin embargo, alguien tiene que matar los animales para que podamos comer y así la discriminación entre seres humanos se perpetúa. Creo que si comemos carne (yo sí como carne, por si acaso) debemos, aunque sea una vez en la vida, pasar por la experiencia de matar una tórtola y comérnosla, por poner un ejemplo.

Hay en múltiples ritos ancestrales las claves para reestablecer nuestra relación ancestral con la sangre, quizás así dejemos de creer que los alimentos emergen mágicamente del supermercado y que los pesares y desafíos que producen el pensar en la vida, el amor y la muerte se arreglan con un fármaco.

Quizás en otro tiempo habrá otros caminos para recordar que tenemos un entendimiento luz para hacerle el quite a la muerte mientras la respiración no descanse. La representación es conjura y dominio de las fuerzas, si no hubiéramos descubierto los misterios del canto y de la danza, es posible que al final de nuestro cada día terminara en orgía o en asesinato. Mucho le debe la paz del mundo, al juego, al rito y a la fiesta.

Confío en la seriedad de palabra de quienes me pidieron la firma y que de verdad contemplen estas salvedades tradicionales si queremos ser coherentes con un principio de respeto a la diversidad de la cultura.

América es el único continente extendido de polo a polo y, nosotros, estamos en la mitad de este gran territorio. La lucha continental por el laicismo, la educación científica, los derechos civiles de los pueblos, colectividades e individuos, implica también el respeto a toda expresión cultural y religiosa adoptada libremente por quien la practique siempre y cuando no atente contra la integridad de otro individuo, de otro conglomerado humano o del medio ambiente común.

Tiene, todo el continente americano, que convivir las estructuras simbólicas nativas con las estructuras simbólicas sincréticas y con las particulares y diversas estructuras simbólicas del Ecumenio. Nuestra ilustración depende de la cantidad, calidad y diversidad de estructuras simbólicas que dominemos, en las que nos movamos y con las que nos relacionemos.

Estas estructuras simbólicas están en la palabra hablado o escrita, en la representación, en los ritos, en los juegos, en los sistemas, en los íconos; todos estos son fuentes de información, memoria y pasión. Destruirlos es destruir conocimiento, un crimen de lesa humanidad como lo es el que comete el sistema capitalista al botar toneladas de alimentos al mar para mantener precios, si estos excedentes alimenticios fueron entregados a los sectores empobrecidos y necesitados de la humanidad estarían aliviando la vida a un sector humano excluido de comprar y consumir y por tanto no afecta a ningún mercado.

El mundo es capaza de ponerse de acuerdo para destruir un país en una semana, pero no es capaz de ponerse de acuerdo para aliviar a un continente del hambre.

Conservar las fuentes de información es tener la posibilidad de vivir, de sobrevivir o sobrellevar las crisis sucesivas que la evolución nos presente.

No creo en la rivalidad entre tradición y ruptura creo que ambas se necesitan y se vigorizan mutuamente. Creo necesario incorporar referentes culturales diversos y múltiples que hagan contrapeso y provoquen reflexión y distancia frente a un bloque ideológico dominante que se muestra como único; hay que recuperar y fortalecer los saberes, visiones de la vida, encuadres existenciales, caminos interiores individuales y colectivos (hay sueños y delirios colectivos) priorizando, como en una correcta política ecológica, el fomento a lo que se encuentre en condiciones frágiles y en peligro de desaparecer. Junto con eso creación y recreación libre, expansión de la potencia lúdica e la libertad de la creación artística.

Toda visión del mundo merece ser expresada y no sólo se expresa con palabras, hay el rito la fiesta y toda representación. En la expresión de la diversidad se encontrarán y contrapondrán relaciones distintas con la realidad, y prevalecerán o se harán dominantes las que sigan empantanando con el universo interno de las personas.

Se ataca una especial relación con el reino animal, por ser especial es un producto elaborado de la cultura, por lo general desde la vivencia urbana de quien su única relación con la naturaleza es la de sus funciones orgánicas, no quisiera pensar que los militantes de causas que consideran ecológicas, no tengan la elemental coherencia de separar la basura ni la conciencia del recurso biológico básico que se desperdicia al no hacerlo: oxígeno, humus, alimento, vivienda para la fauna.

Ojalá las fuerzas del mercado dejen de dominar las dinámicas humanas pero mientras eso no suceda, la raza de toros de lidia dejaría de existir si se suprimirán las corridas de toros. Sería respetable que los detractores de las corridas de toros compraran toros de lidia y les dieran una vida digna, como lo que intentaron hacer militantes ecologistas al comprar tierras en Mindo e impedir el paso de la O.C.P. (Oleoducto de Combustibles Pesados), ahí se chocaron contra el poder del estado y los compromisos económicos del comercio internacional y de algún modo se evidenció lo amarradas que están las leyes a los irracionales condicionamientos del dinero.

En este mundo hay de todo, tanto a nivel de pueblos como de individuos, nuestros cromosomas contienen información múltiple y contraria. Hay pueblos que requieren del contacto con la sangre para recordar el valor total de la vida, otros en cambio tienen como tabú el matar animales y son vegetarianos desde hace milenios. La cultura cambia y oponerse a los cambios es oponerse a la evolución, pero los cambios que no se dan por una dinámica interna propia que de algún modo son impuestos y presionados desde el exterior tienen efectos contraproducentes a más de la brutalidad que implica una destrucción indiscriminada que acaba por igual con lo decadente y oscurantista como con lo bello y digno de continuarse.

Todas las formas de mirar el mundo y de comulgar con él tienen derecho a existir y expresarse, reprimir cualquiera de ellas es atentar contra el derecho a no ser discriminado.

Es lícito declarar territorios libres de corridas de toros, pero no donde hay una tradición de eso. En nuestro continente a más de la información autóctona que debe ser visualizada, fortalecida, afirmada y asumida, están los sincretismos simbólicos del mestizaje y las diversas y particulares cosmovisiones de los múltiples y diversos pueblos que en esta tierra habitan.

Mi apuesta es que podamos vivir todos.

Sé que es un tema bastante complejo y da para largas discusiones. No quisiera que un desacuerdo puntual como éste bloquee un proceso de relación entre quienes formamos un amplio espectro de posturas críticas al sistema dominante. Muchos cabos quedan sueltos y ofrezco posteriores entregas para profundizar detalles.