martes, 23 de diciembre de 2008

Lo que sé sobre toros y toreros/ Perez Reverte


Por Arturo Pérez Reverte

Domingo, 21 Diciembre, 2008/ milenio.com

Hace cosa de un mes, por una de esas emboscadas que a veces te montan los amigos, anduve metido en pregones y otros fastos taurinos sevillanos. Fue agradable, como lo es todo en esa ciudad extraordinaria; y quedé agradecido a la gente de la Maestranza, amable y acogedora. Pero todo tiene sus daños colaterales. Ayer recibí una carta desde una ciudad donde cada año, en fiestas, matan a un toro a cuchilladas por las calles, preguntándome con mucha retranca cómo alguien que se manifiesta contrario a la muerte de los animales en general, y a la de los toros en particular, habla a favor del asunto. También me preguntan, de paso, cuánto trinqué por envainármela. Y como resulta que hoy no tengo nada mejor que contarles, voy a explicárselo al remitente. Con su permiso.

En primer lugar, yo nunca cobro por conferencias ni cosas así; considérenlo una chulería como otra cualquiera. Las pocas veces que largo en público suelo hacerlo gratis, por la cara. Y lo de Sevilla no fue una excepción. En cuanto a lo de los toros, diré aquí lo que dije allí: de la materia sé muy poco, o lo justo. En España, afirmar que uno sabe de toros es fácil. Basta la barra de un bar y un par de cañas. Sostenerlo resulta más complejo. Sostenerlo ante la gente de la Maestranza habría sido una arrogancia idiota. Yo de lo único que sé es de lo que sabe cualquiera que se fije: animales bravos y hombres valientes. El arte se lo dejo a los expertos. De las palabras bravura y valor, sin embargo, puede hablar todo el mundo, o casi. De eso fue de lo que hablé en Sevilla. Sobre todo, del niño que iba a los toros de la mano de su abuelo, en un tiempo en que los psicoterapeutas, psicopedagogos y psicodemagogos todavía no se habían hecho amos en España de la educación infantil. Cuando los Reyes Magos, que entonces eran reyes sin complejos, aún no se la cogían con papel de fumar y dejaban pistolas de vaquero, soldaditos de plástico, caballos de cartón y espadas. Hasta trajes de torero, ponían a veces.

Aquel niño, como digo y dije en Sevilla, se llenó los ojos y la memoria con el espectáculo del albero, ampliando el territorio de los libros que por aquel tiempo devoraba con pasión desaforada: la soledad del héroe, el torero y su enemigo en el centro del ruedo. De la mano del abuelo, el niño aprendió allí algunas cosas útiles sobre el coraje y la cobardía, sobre la dignidad del hombre que se atreve y la del animal que lucha hasta el fin. Toreros impasibles con la muerte a tres centímetros de la femoral. Toreros descompuestos que se libraban con infames bajonazos. Hombres heridos o maltrechos que se ajustaban el corbatín mirando hacia la nada antes de entrar a matar, o a morir, con la naturalidad de quien entra en un bar y pide un vaso de vino. Toros indultados por su bravura, aún con la cabeza erguida, firmes sobre sus patas, como gladiadores preguntándose si aún tenían que seguir luchando.

Así, el niño aprendió a mirar. A ver cosas que de otro modo no habría visto. A valorar pronto ciertas palabras —valor, maneras, temple, dignidad, vergüenza torera, vida y muerte— como algo natural, consustancial a la existencia de hombres y animales. Hombres enfrentados al miedo, animales peligrosos que traían cortijos en los lomos o mutilación, fracaso, miseria y olvido en los pitones. El ser humano peleando, como desde hace siglos lo hace, por afán de gloria, por hambre, por dinero, por vergüenza. Por reputación.

Pero ojo. No todo fue admirable. También recuerdo las charlotadas, por ejemplo. Ignoro si en México se celebran esos ruines espectáculos: payasos en el ruedo, enanos con traje de luces, torillos atormentados entre carcajadas infames de un público estúpido, irrespetuoso y cobarde. Nada recuerdo allí de mágico ni de educativo. Quizá por eso, igual que hoy aprecio y respeto las corridas de toros, detesto con toda mi alma las sueltas de vaquillas, los toros embolados, de fuego, de la Vega o de donde sean, las fiestas populares donde un animal indefenso es torturado por la chusma que se ceba en él. Los toros no nacen para morir así. Nacen para morir matando, si pueden; no para verse atormentados, acuchillados por una turba de borrachos impunes. Un toro nace para pelear con la fuerza de su casta y su bravura, dando a todos, incluso a quien lo mata, una lección de vida y de coraje. Por eso es necesario que mueran toreros, de vez en cuando. Es la prueba, el contraste de ley. Si la muerte no jugase la partida de modo equitativo, el espectáculo taurino sería sólo un espectáculo; no el rito trágico y fascinante que permite al observador atento asomarse a los misterios extremos de la vida. Sólo eso justifica la muerte de un animal tan noble y hermoso. Ahí está, a mi juicio, la diferencia. Lo demás es folclore bestial, y es carnicería

viernes, 12 de diciembre de 2008

Los toros: una fiesta popular/ Aguilar


Por Santiago Aguilar

Publicado en el Diario Hoy

Estamos a siete días del inicio de la Feria Jesús del Gran Poder, en tiempos en que esta manifestación cultural es injustamente cuestionada, vale la pena reflexionar sobre la identidad popular del espectáculo taurino.

El origen de la fiesta de los toros en el Ecuador se remite a épocas coloniales, tiempos en que los conquistadores españoles trasladaron al nuevo mundo los juegos de toros y con ellos marcaron el futuro taurino de varios países iberoamericanos. La Conquista determinó una maravillosa fusión encarnada en el mestizaje y presente en la adopción de una nueva fe y nuevas costumbres que con el paso del tiempo se convirtieron en elementos muy propios del continente americano.

La nueva realidad étnico-cultural, resultado del encuentro de dos civilizaciones, estuvo marcada por las circunstancias dolorosas de la guerra de Conquista y el establecimiento de un importante avance en materia cultural, social y tecnológica. La fiesta de los toros no se mantuvo al margen de la asombrosa simbiosis.

El sincretismo que se produjo entre las fiestas religiosas católicas contenidas en el calendario español y las ancestrales celebraciones indígenas nacidas de la cosmovisión propia de los aborígenes, facilitó que pronto se asumiera a los toros y sus juegos como elementos consustanciales de la cultura popular, adornados por los extraordinarios matices otorgados por la sierra andina y el mestizaje plasmados de manera multicolor por elementos de origen claramente hispánico y otros de raíz indígena y precolombina.

Así las cosas, podemos concluir que la fiesta de los toros ha formado parte de la vasta riqueza cultural de la ciudad durante más de cuatro siglos.

Riqueza inmaterial

En el libro “La Fiesta Popular en el Ecuador” de Oswaldo Encalada Vásquez son permanentes las referencias al toro bravo como el eje de los espectáculos populares que se celebran en prácticamente todas las parroquias y cantones de las provincias de la Sierra ecuatoriana. El autor en la introducción de la obra conviene en la validez del sincretismo social, étnico y cultural, apuntando que “Uno de los primeros componentes más importantes de la cultura no material de los pueblos es aquel que tiene que ver con sus fiestas y celebraciones. En este campo como en muchos otros, nuestro país es extremadamente rico en sus manifestaciones. La convergencia de diversas etnias y hasta las razas ha creado un variado caleidoscopio donde es posible apreciar desde los rituales netamente cristianos hasta las formas autóctonas andinas; desde la concepción occidental de la muerte, hasta las fiestas agrarias de los indígenas.

La convivencia de los diferentes elementos poblacionales ha logrado un mestizaje profundo y vital que forma el verdadero sustento de nuestra identidad”

En otros apartados del estudio se precisa el contenido de las fiestas, su extraordinaria puesta en escena y el exuberante contenido simbólico de las mismas, concluyendo que entre las más importantes manifestaciones populares e indígenas, las corridas de toros son un elemento básico de la riqueza inmaterial del Ecuador.

Una fiesta cultural/ Reece


Publicado en el Diario El Universo 1 diciembre de 2008


Por Alfonso Reece D. areece@wales.zzn.com


Por cultura, en general, debe entenderse todo lo que hace el ser humano en tanto es humano. Entonces comprende todo lo que hacen los hombres, salvo sus funciones fisiológicas e instintivas. Incluso se debe considerar cultura a aquellas creaciones de la inventiva humana, que lo ayudan a cumplir necesidades estrictamente biológicas, como la cocina de alimentos, la fabricación de ropa y la construcción de casas. La industria, la agricultura, el comercio son otras manifestaciones de la cultura, tomada en este amplio sentido.

Pero existe una "gran cultura" o una "cultura culta". Es el conjunto de manifestaciones que no procuran satisfacer necesidades básicas, sino que se plasman en realizaciones sin "utilidad", en el sentido más primario. Estas son, sobre todo, las artes y el "pensamiento", palabra esta con la que se quiere englobar la filosofía y otras disciplinas especulativas. Es por eso que los ministerios y casas de la Cultura se dedican a administrar estas actividades, dejando de lado, por ejemplo, la contabilidad y los aviones, que en el sentido amplio también son realizaciones culturales.

Existen artes utilitarias, aquellas en las que se producen objetos con un uso práctico, como la ropa y los muebles. Y están las artes puras, las "bellas artes", cuyos productos no tienen más utilidad que la contemplación de los mismos, su función es generar un goce estético. La doctrina clásica las reduce a seis: pintura, escultura, arquitectura, literatura, danza y música. Esta enumeración resulta exageradamente restrictiva a menos que ciertas disciplinas se consideren géneros de las clásicas. Así por ejemplo, podemos decir que la joyería es un género de la escultura, o la fotografía una forma tecnologizada de la pintura.

¿Es la tauromaquia, la lidia de toros, un arte? Si pensamos que es una actividad sin sentido práctico, destinada a producir exclusivamente un goce estético, debemos considerar que es un arte. Su belleza proviene de la eficacia y gracia de los movimientos y gestos del torero, por tanto, ha de clasificarse como un género de danza. Una danza a la que su juego con la muerte real le otorga un profundo dramatismo. Hay quienes no aprecian, no entienden, esta manifestación artística, al igual que a mí no me gusta la salsa. Pero jamás se me ocurriría promover la prohibición de esa danza caribeña, a la que no le encuentro encanto.

Las corridas de toros constituyen una expresión completamente encarnada en la cultura ecuatoriana, que está presente en todas las regiones del país con variantes y matices que la hacen diferente a las de otras latitudes. Incluso en Quito, donde se procura ceñir las corridas a los cánones ortodoxos españoles, tiene características muy propias, siendo no la menor el hecho de ser una auténtica fiesta, que se celebra con regocijo y jolgorio únicos.

La tauromaquia tiene casi 500 años por estas tierras. Se lanceaban toros a los pocos años de llegados los conquistadores. Tan asolerada está la fiesta que ya en el siglo XVII aquí hubo autoridades autoritarias empeñadas en prohibirla, como el tristemente célebre inquisidor Juan de Mañozca, a quien se empeñan en imitar ciertos funcionarios que quieren pasar por modernos.


martes, 9 de diciembre de 2008

De los toros


El Comercio
12/8/2008
Por Fabián Corral B.



En estos días de feria y debate, me viene nítido el recuerdo del último toro de lidia que vi libre en un páramo, hace unos dos años quizá. Andaba por el nudo del Azuay, en una de esas cabalgatas errantes tras las huellas del país, cuando, sobre la laguna de Culebrillas, destacándose en el azul intenso de la tarde serrana apareció, sorpresiva, imponente, la silueta negra de un animal solitario, y por eso, peligroso.

El toro inició, a prudente distancia, para evitar lazos y caballadas, un juego de amagues, mugidos, correteos y desafíos. El toro parecía, entre los pajonales, espectacular monumento.

El toro fue el personaje de esa tarde, entre los pajonales y el viento. Después, desapareció. Y nos dejó a los cabalgantes una impresión de majestad, de nobleza y libertad. Su desaparición fue, además, un alivio para caballos y jinetes, porque un encuentro así no deja de despertar los instintos de precaución y temor, al verse uno expuesto a su formidable cornamenta.

El toro de lidia es un animal formidable. Es el último ser mitológico que sobrevive a las demoliciones de la modernidad y es de los pocos que han resistido a la domesticación, a la mansedumbre. El toro es el personaje del polémico ritual del toreo. En él, a su franquía y nobleza, se opone y juega el cálculo del torero. A su embestida limpia, responde la ventaja del arlequín que aprovecha la potencia de sus arranques para adornarse con el capote, buscando el aplauso de la parroquia, convocada para festejar su sacrificio.

Del toro de lidia, prefiero su altivez. Prefiero verle en la libertad de la dehesa, en la enormidad del páramo. No me conformo con los esfuerzos por domesticarle, o por manipular su bravura, y menos aún, con su muerte. Entre el toreo de a pie y el de a caballo, elijo el rejoneo que es la danza de dos animales hermosos, monumentales, que se retan, juegan con el riesgo, amagan agresiones y rompen ambos en el galope triunfal.

Más aún, prefiero los toros de pueblo, su ritualidad, su convocatoria, que permite a cada mozo y a cada chagra desafiar momentáneamente al peligro. Pero más que el espectáculo, construido sobre la pasión torera de la parroquia, transitoria como todo espectáculo, me interesa la tradición de la vaquería, la humilde labor de lidiar reses en las soledades andinas.

Me interesa el repunte, la recogida, y esa hermandad entre mayorales, caballos y toros, que hace posible la sobre vivencia de animales que tienen sobre sí tradiciones moriscas, ritos medievales y adaptaciones americanas.

Toro y caballo son parte de la cultura mestiza. Así lo testimonia cada fiesta de pueblo. Sin ellos, no sería posible ese sincretismo de juego y religión, que alcanza plenitud cuando, entre la algarabía popular, en el crepúsculo que incendia los cerros, con el sol que muere, sale el "toro de la oración."


Oro, fiesta, sangre y sol



Por Edgar Dávila Soto

La fiesta brava esta a punto de comenzar, mañana radiante, flota en el ambiente un aroma a pasodoble. Almohadillas, sombreros, y vino tinto para saborear. Bajo el celeste cielo, el pañuelo rojo del presidente se muestra con orgullo. Grito rudo del clarín, ronco toque de timbal y “el paseíllo”, da principio a la milenaria fiesta. Bravía de terror y de alegría. ¡Oro, fiesta, sangre y sol!

El toro, en su rápido encuentro como sediento de palmas, flamante estampa, casta pura y pitones cornigachos, sobre seda carmesí. Chicuelinas, en fucsia del capote, con el toro que va y viene, juega al estilo Andaluz, en una clásica suerte complicada con la muerte y chorreada de luz. Adrenalina en el graderío, vino tinto, mujeres bellas y el grito de ¡Ole! a exclamar.

Ya vienen los picadores, mano dura, estribos de hierro y chaquetillas sin reflejo al ruedo, mientras el toro los mira, fijo, con su contemplación de sueño. Jabalina de la vara, voz del jinete atacante, y en el último puyazo, toro bravo contra el peto muestra su casta y bravía fulminante. Un quite por las afueras, con un estilo de verónicas, pone su nota arisca sobre el pisar del albero, y toca las banderillas y se pierden los piqueros por la puerta de cuadrillas.

Banderillas de lujo en las manos famosas, por las aberturas del perplejo silencio, se filtran los pregones y centellean los colores por el reflejo del radiante sol. Equilibristas sin cable, oro y seda carmesí, talle vertical, plástica de bailarín, pocos pasos al frente y algunos pasos de perfil. Ultimo par y en lo alto, rubrica de espuma gris, palmas, saludos y sonrisas, “DO” de pecho del clarín.

Comienza el arte a latir, entre el pitón y la seda, ritual de imponente, para empezar la faena. Ovaciones y abucheos se escuchan de los altos, y de un momento a otro, el toro mañoso y envuelto de bravura, propaga volteretas y quita su atadura. Tras cogida aparatosa, el torero valiente, continua con la izquierda, cuarto y quinto muy templado, sin titubeos ni enmiendas como arrancado torero de dos carteles de feria. Mantón de espuma en la arena, remata con “el de pecho”, labrada y noble celebra. El toro por la ovación, enviste con loca fuerza, de ella nace el pasodoble, el alma de una faena.

Terminó la lidia florida, y lucha para que cuadre, péndulo de trapo rojo busca que el toro iguale, lidia pura, pura lidia, sin adornos ni desplantes. Llego el instante final, un silencio impresionante, el acero se perfila, mucha mano mucho arte, en acecho la cintura para vaciar impecable, y en la muñeca un arroyo de coraje.

La estocada, cuaja de pañuelos que revolotean sin cesar pidiendo las orejas, mientras tanto corriendo los areneros, al sonar de la campanillas de plata, arrastran al toro, dándole vuelta al ruedo, haciendo girar la plaza cual carrusel de algarabía.

¿Quién no ha vivido esta armonía de colores y movimientos? No podrá juzgar a tan preciado arte.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Hermosa y controversial


Por Roque Iturralde G.

Hermosa y controversial a la vez, "violenta y tierna" (como dice una canción), la fiesta de toros genera cada día más discusión y polémica, a medida que nuestras sociedades se internan en la cultura light de la nueva era, a medida que los intelectuales hablan en los foros académicos sobre la posmodernidad y que los medios de comunicación reemplazan progresivamente las ágoras donde se discutía la filosofía, por capítulos renovados de Los Simpson y el Internet permite que niños de Argentina y de la India, se maten en los juegos en red, sin mirarse a los ojos, y sin saber quién está del otro lado de la línea.

El encanto de la fiesta brava tiene algo de inexplicable, porque no es racional, porque no responde a silogismos o números. Tiene algo de atávico, pues nos remite a la emoción más primaria; el miedo y al enemigo más esencial; la muerte.

Sí, porque en la plaza circula el miedo; miedo del torero, quien sabe que la única forma de salir ileso del embate de esas dos muertes afiladas que el toro tienen en la cabeza, no es enfrentarlas con fuerza, sino con extrema delicadeza. La manera de que esas agujas no hieran de muerte, es dominarlas y bordar con ellas. Someterlas no es reducirlas, sino sumarse a su dinámica, aunarse con su ir y venir, armonizar la respiración con la del toro, entrar en su cancha y jugar con sus reglas de ritmo, velocidad, fuerza; ser parte de su dibujo. Sólo entonces, cuando la faena es una con el toro, el peligro aparentemente desaparece para el hombre y el miedo se convierte en logro, en placer, en euforia.

Circula el miedo en el graderío; escondido bajo los sombreros y tras las copas de vino, el miedo es un secreto masivo que se suspira entre muletazos. Cuando el peligro es más que una novelería de fanáticas chic, la plaza se queda en silencio y se puede oír el rasgar del aire de los pitones duros, rozar de la arena de las zapatillas del toreo, el rumor del viento en la capa; entonces el toreo es real, deja de ser un "happening", para convertirse en un ritual, en el único ritual en el que puede llegar al ara del sacrificio, tanto el sacerdote como la víctima traída para el efecto. Cuando no hay silencio en la plaza, es porque no hay miedo, es decir porque no hay ritual, no hay toreo.

Y es el miedo el que dibuja laberintos en la arena, convertido en toro. Porque el toro embiste como efecto también del miedo. Ha crecido para defender su espacio, para no permitir que el trapo rojo, o el hombre de las luces y las estrellas, o la música, o los gritos, ocupen su lugar. Se sabe, se siente provocado y agredido y actúa para defenderse; solo que su estrategia no es huir, sino ocupar el espacio del otro. Solo los mansos huyen. No dan combate. Buscan artimañas para dañar, se van del lugar tirando cornadas, se refugian en las tablas. El toro, cuando es bravo de verdad, se sabe el guión. Sabe que el caballo es su enemigo y lo embiste con decisión cuando aparece en la plaza. Sabe que no debe distraerse un segundo en la pelea y por ello no raspa el piso buscando agua. Sabe que puede ganar la pelea, y por eso sigue en ella hasta el final.

Con el término Thaumatsein, Aristóteles se refiere al asombro como elemento disparador de la sabiduría. Usa el término, para referirse a la sensación del hombre que, admira ante lo que encuentra de manera natural inexplicable, asombro-admiración que le lleva a preguntarse y reflexionar, y como tal, a la filosofía, base del conocimiento y el descubrimiento de la verdad.

Acuña también Aristóteles el concepto de catarsis, trayéndolo de la medicina, y utilizándolo para referirse a la tragedia, que en tanto representación teatral, es de gran utilidad para los espectadores quienes ven proyectadas en los actores sus bajas pasiones y sobre todo porque asisten al castigo que éstas merecen, consiguiendo ellos de esta manera un efecto purificador. La contemplación de la tragedia y la participación del espectador mediante su ánimo (entiéndase mediante su alma) en ella, hace que someta espíritu a profundas conmociones que sirven para purgarlo. Luego de participar en el duro castigo que el destino, y ellos con él, han infligido a los malvados, sienten su alma más limpia. Se sienten mejores ciudadanos.

Así, la fiesta/tragedia de los toros recurre al asombro frente a lo inexplicable – la muerte agazapada en las agujas del astado –y provoca en el público la catarsis cuando la tragedia se resuelve a favor del hombre, cuya imagen delicada, ligera, indefensa, incluso femenina, triunfa finalmente sobre la brutal energía de su enemigo animal.

Ese proceso de catarsis, en que la purificación se encuentra además artesonada con un nivel simbólico y estético que supera lo que la cotidianidad nos brinda y deja en el ánimo la impronta de un encuentro ritual lleno de una brutalidad ternura, que borda sobre la arena instantes plásticos y emociones que, una vez más, nos remiten a ese asombro primal.

Mucho más que testimoniar el ritual, el público participa en él, de manera equidistante. Por el escenario es un círculo, por eso la plaza es un regazo, un vientre, en el que todos los actores, están a la misma distancia de la muerte, y el toro bravo, el verdaderamente bravo, ofrece siempre su muerte, equidistante de todos los asistentes.

¿A favor o en contra de los toros?

¿Se puede estar a favor o en contra del mar, o de un huracán, o del amor?

¿Es elegible el asombro ante la muerte y la naturaleza?

¿Es el alma un músculo voluntario?

¿Podemos congelar el miedo?