Revista 6 TOROS 6 de marzo de 2008
Por Francis Wolff "
Vale. Vale que a uno no le guste la corrida, vale que prefiera la vida de un cerdo a la de un toro bravo, y la muerte de un ternero en el silencio del matadero a la de un toro en la luz de un último combate. Vale, es la decisión y el derecho de cada cual. Pero que se atrevan a calificar de “tortura” el peligroso enfrentamiento en el ruedo es un insulto a todos los torturados del planeta.
También es un flaco favor a los defensores de la condición animal que luchan contra ciertas formas de experimentación llevadas a cabo sobre bestias impotentes. Y es, finalmente, una piedra en el zapato de los ecologistas: porque pronto habría que, si se atendiera a los prohibicionistas, contar al toro bravo dentro de las especies en peligro de extinción y sustituir las inmensas dehesas donde son criados, salvajes e indómitos, por instalaciones de ganadería industrial. Si la corrida fuera algún día prohibida donde hoy está autorizada, sería ceder a un peligroso empobrecimiento del razonamiento moral: por reducción de todas las especies animales al “Animal” reducción de la animalidad a su disneylandialización, reducción de la “naturaleza” al reino de la armonía entre los pueblos y la tranquilidad burguesa, reducción de los sentimientos morales a la compasión, reducción del valor de la vida para el vivo a la ausencia de dolor, asimilación del dolor del animal –esencial para su supervivencia- al sufrimiento humano y al mal absoluto en la naturaleza.
Y sin embargo, si, claro que si que tenemos deberes para con las especies animales, y en primer lugar el de no confundirlas bajo el tapa-vergüenzas nombre de animal, que lo único que consigue es mantener la confusión: ¿quién querría tratar a su perro como a una víbora?, ¿quién querría reservar a los delfines el mismo destino que se intenta dar a los grillos peregrinos que asolan las cosechas africanas? ¿quién querría que tratemos a los toros bravos como a los pacíficos rumiantes que pueblan nuestros prados? Pero además tenemos otros deberes para con los animales, y la corrida, en lugar de transgredirlos, es en ella misma su demostración por excelencia. El primero es respetarlos como “el otro” del hombre pero no como su igual. La corrida muestra al toro como un ser al que se honra combatiéndolo y no como un ser al que se envilece abatiéndolo; pero al mismo tiempo no trata al toro como igual al hombre y es por ello que el hombre debe triunfar. Otro deber que tenemos para con los animales es el de respetar su propia naturaleza: considerar al gato como un animal afectuoso, al perro como un compañero fiel, y al toro bravo como un ser …bravo, es decir como un ser que debe vivir libremente y morir combatiendo porque es naturalmente agresivo e indomable.
La ética a la que responde la muerte del toro bravo se resume en la fórmula: “más vale morir luchando que vivir de rodillas”. Es la fórmula de la bravura –la del toro en definitiva, incluso si es también de una cierta manera la que el torero tiene que hacer suya para tener el derecho de enfrentarse al toro. El tercer deber es el de respetar las relaciones afectivas y contractuales que el hombre tiene hacia las diferentes especies. Cuando no hay relaciones (en el caso de las especies “salvajes”) tenemos entonces un deber de protección de las especies en peligro, en el respeto del equilibrio ecológico. Cuando hay (en el caso de las especies “domésticas”) debemos respetar de manera leal esas relaciones, por ejemplo en el caso del perro respetar “al mejor amigo del hombre” o en el caso de la oveja la relación de intercambio, pastos contra lana, o comida hoy contra comida mañana. La especie toro de lidia no es ni doméstica ni salvaje, pero la criamos en una especie de “hostilidad familiar”. Ni amigo puesto que le combatimos ni enemigo ya que el hombre se mide con él: es el adversario. Esta ambigüedad de la personalidad del toro bravo hacia el hombre revela el doble sentido de la ética de la corrida: por un lado lucha trágica con el antagonista, por el otro lúdico duelo con el contrincante.
Porque, en definitiva, los autoproclamados defensores de los animales se compadecen de lo sufrimientos de algunos, pero ¿aman realmente lo que los animales son, lo que hacen, lo que encarnan? El que ama a los perros sabe que no les gusta la libertad individual, en el sentido humano del término, sino que prefieren la obediencia a un dueño. El que ama a los toros de lidia sabe que no les gusta nada que se les mime como animales de compañía; sabe también que para ellos el dolor que es anestesiado por la lidia y transformado en combatividad: el soldado –o ¡el torero!- olvida sus heridas en el fragor de la batalla, son absorbidas por la acción y transformadas en actos.
Y como quiera que, defensores o adversarios de la corrida, tenemos que extraer nuestra argumentación en nuestra identificación con el toro, hagamos juntos la siguiente pregunta: ¿Qué preferimos? ¿Una vida encadenada de buey de labor que termina de manera pasiva en el matadero o una vida libre de toro que se prolonga en veinte minutos de valiente combate? Quizás pueda usted estar dudando… Pero si es así, si hay una sombra de duda no arroje el oprobio sobre los que prefieren la vida, el combate y la muerte del toro bravo, los que piensan que el toro tiene una de las suertes más envidiables de todas las especies animales de las que el hombre se ha apropiado para servir sus fines y que pueblan su imaginación. ¡No maten la corrida ni los toros de lidia, y respeten a los que los amamos!"
Francis Wolff, profesor de filosofía en la ENS de la Universidad de la Sorbona en París
NOTA: este texto, ahora versionado y traducido, apareció el verano pasado en el periódico francés Libération, en plena campaña antitaurina y esboza la ponencia presentada por este miembro del grupo de Notables de la Plataforma en el II Congreso Toros en el siglo XXI celebrado en el Palacio de Vistalegre en Madrid.
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