sábado, 22 de diciembre de 2007

PRESENTACION


Fernando Bustamante
Diciembre 2003

Cuando Ana María Chediak me invitó a presentar su nuevo libro de fotografía, no pude menos que manifestarme sorprendido: ¿Qué podía decir de una colección de imágenes taurinas, una persona como yo, que a) es lego por completo en la materia, b) no solo es ignorante respecto a la tauromaquia, sino que carece de todo gusto por ella y ha abrigado toda su vida serios reparos éticos respecto a este tipo de acontecimiento.
En efecto, desde mi concepción moral de las cosas, me he sentido unido a quienes (generalmente desde el septentrión calvinista) han visto en las corridas de toros un síntoma de barbarie moral, un acto de crueldad hacia los animales y un riesgo temerario para el humano. Para esta perspectiva que en buena parte ha sido la mía y que asimila la fiesta brava a una especie de arcaica supervivencia de los coliseos romanos, no pareció arredrar a la artista.
Cuando le hice presente cuán poco capacitado para hablar del tema me consideraba y le exprese mis reparos a verme mezclado en un ritual de infieles, que pudiese manchar mi intachable virtud liberal y humanista, Ana Maria, sin mover un músculo del rostro, me respondió que precisamente por que yo nada sabía de toros, poco me importaba la lidia y era, para todos los efectos pertinentes, un verdadero extraterrestre; que le parecía interesante lo que yo podría decir de su obra.
La paradoja o hasta el absurdo de la propuesta, (me pareció que era como pedir a un claustrofóbico que inaugurara una exposición de pinturas sobre cárceles, o a un militar que diera el discurso inaugural en una convención de pacifistas), me hizo detenerme, y me di cuenta que era precisamente el carácter contradictorio, impío y desafiante de la idea, lo que me hacía sentirme atraído hacia ella. Hay un ciertos sentido del humor sarcástico y torcido, una cierta gracia contrahecha y encorvada en hacer hablar de algo a quien se ha visto siempre enajenado de aquello de lo que debe hablar.
Por otra parte cabría preguntarse si la obra de Ana María Chediak es sobre toros: me puse a mirar las fotografías y me di cuenta que más allá de la temática ostensible, más allá de las coletas, del traje de luces, de la arena , del animal y de su embestida; más allá de todo lo escenográfico y visual, había otra cosa: y esta “cosa” ya no es tanto la fiesta brava como rito iniciático, significativo solo para sus fieles, solo para sus habituales, sus conocedores y sus amantes. Porque si veis esos rostros, esos cuerpos, esas tensiones y elasticidades, veis que aquí no estamos frente al acariciar cómplice de un tópico o frente a un aposentarse en el particularismo de una liturgia: esto no es, si miráis con una mirada connotativa, un texto visual cuyo tema profundo sea la tecnología del toreo o la pragmática de los protagonistas; la imagen apunta sobre todo a explorar experiencias humanas y vitales que trascienden más allá de todo particular receptáculo. Debajo del traje de luces hay un cuerpo arrojado a la muerte, en la mirada del banderillero antes del asalto está dicho todo lo que la imagen pude decir del ser humano frente a esos límites donde todo temblor y toda lágrima hallan su curvatura final.
En realidad las fotografías hablan de algo que está detrás de la representación, o que se hace por medio de la representación, del teatro, de la convenciones de un género…habla de experiencias que no son solo de los taurinos, sino que hablan de todos, de nuestras vidas, en su transcurrir engañosamente cotidiano. Después de todo, la modernidad, más que acabar con los encantamientos (y la tauromaquia pertenece, aunque sea por un resplandeciente instante al mundo de del mito y del hechizo), lo que hace es desperdigarlos por toda la democrática extensión del mundo de la vida, de la lebenswelt cotidiana. Si antes lo sagrado moraba en los altares, el individualismo liberal, el subjetivismo romántico y el culto de la persona, han hecho de cada cual y de cada quien una pequeña deidad, en cuyo altar, aunque sea ritualmente, los poderes fácticos y los hábitos ciudadanos deban rendirse e inclinarse. La modernidad no es desacralización del mundo encantado de los elfos y de los gigantes quijotescos, sino que – contra lo que pensaba Max Weber- es una caja de Pandora desde donde salen todos los milagros para hacerse vulgares, cotidianos, citadinos y peatonales. La modernidad, lejos de ser el fin del encanto, es su masificación y por ello es el hacerse irreconocible de los milagros. Ellos ahora aparecen bajo la ordinariez de la vida burguesa.
Por ello, puedo ver en las imágenes que Chediak propone todo lo que corre y sangra por nuestras vidas, porque me doy cuenta ahora, y solo ahora, que esa sangre que corre por la arena es la mía y la de todos y la de todas, porque la vida misma se ha convertido en una labor mortífera, en una apuesta al todo o nada, donde cada día con nuestros trajes de luces hacemos frente al toro de la existencia y tratamos de prolongar la faena hasta el último aliento, más no del toro, sino de nosotros mismos. Solo que esta corrida no hay indultos porque al astado somos nosotros mismos, como somos el torero y somos la arena que sangra con cada día que permanecemos, aún si para ello debemos refugiarnos precariamente en los burladeros del sueño: del que duerme y del que no ve.
Las labores y los días de cada uno, en nuestra habitualidad son esta feria donde muerte y vida danzan con redoblado temor y temblor hacia el abismo, que es el morir abrazados y sin querer decirnos ni confesarnos que quien no tomo la muleta y lo hizo, no vivió.
Me he detenido, por un momento y ahora descubro que no hablo de las fotos o de la obra. Más hablo de lo que la obra ensueña en mí, de lo que sugiere, práctica y fabrica en mí. La obra es en realidad un ingrediente que se prolonga en mí fantasear, reflexionar o rememorar.
Estamos aun muy ceñidos a una concepción iconográfica y por tanto iconodólica de la obra. Aún nos obsesionamos en demasía con el opus operatum, más que con el modus operandi. Vemos a la obra como totalidad finita o totalidad totalizada. De allí a la sacralización de la obra como objeto, y por tanto como cosa muerta que solo puede ser materia de la sacralización o de la demonización, hay un solo paso. Más quisiera proponerles otra manera de mirar la obra: no como esencia a contemplar, no como “especulum mundi”, no como ídolo cuya palabra aural esperamos, a guisa de revelación o teofanía de otro mundo, presumiblemente más verdadero o perfecto. Al contrario, quiero sugerir la posibilidad de que las obras son para abusar de ellas, para ser pisoteadas, para ser puyadas, ser acorraladas, provocadas, en suma “faenadas”. Frente a imágenes como las de Ana Maria Chediak, propongo que hagamos de ellas una lidia, que veamos en ellas la ocasión de hacer nuestra vida a través de las imágenes. No se trata tan solo, ni sobretodo de ver nuestra existencia sagrada, en la sacralidad del esos momentos de la brega en los cuales muerte y vida, fas y nefas ambulan de la mano. Se trata de hacer nuestra propia lidia, de enfrentar las imágenes como se enfrenta al toro, cara a cara, muerte a muerte.
Toda obra de arte es un toro que nos interroga, pero el toro no solo interroga y es interrogado, nos invita, fuerza y propone el pase, y el pase no es contemplación ni museografía, no es absorta admiración ante lo que la mirada abarca. El toro solo termina de hacerse toro en el pase y en la suerte, por ello también la obra solo termina de hacerse a si misma en el ardiente estoque de nuestra vida. El arte es para ser en el arrastre, y arte que no entrega el alma al hacer y al vivir, no es arte para nuestros tiempos en donde el arte camina por las calles, aunque estas no tengan nombre.
Por tanto las fotos son tan solo una invitación, una capa agitada al viento. Nos compete aceptar el envite o rehusarlo, es nuestra opción, pero si seguimos adelante, su cruzamos la frontera, si damos ese paso que nos arroja de lleno al medio y al centro del riesgo, podremos hacer de nuestra vida un arte y de nuestra muerte maestría. El arte, la visión, deben ser desenredados de la fijeza mortecina de la imagen consagrada. Como esos hombres que se detienen, pero solo un momento, para luego proseguir y andar por los abismos. Las fotos de Ana María son dispositivos para vivir, porque en ellas están resumidas hasta la condensación de un puño, los extremos, los límites, las crispaciones decisivas de la existencia humana. Y están sin discurso, pero con poesía, con texto, pero sin pretexto, para que tomemos su tejido, su tela roja y poco olvidadiza, para llevarla con nosotros, en recuerdo, pero también en interpelación al fragor de nuestros propios ruedos, en los días de la magia que habitamos en este mundo moderno, que democratizó la magia.
Más ahora debo volver por un momento a mi propia postura inicial. De hecho estoy tratando de operar con las imágenes, de hacer que ellas completen mi vida y la abran como un ariete a lo que ella nunca ha sido y a aquello en lo que no se ha querido. Porque toda obra puede ser también un aparato para romper con nuestras fibras y desgarrar nuestras entrañas. Me he resistido a y he repudiado la fiesta brava, pero ella ahora, a través de la obra rompe con esa resistencia y me coge por los cuernos y me lleva de cabeza a ver lo que no he querido ni deseado.
En realidad, es preciso ahora retornar la vista sobre la repugnancia que la civilización occidental, al menos en sus centros dominantes tienen con respecto a la tauromaquia. No es el momento de recitar los argumentos usuales sobre la crueldad y la violencia de las corridas o sobre los riesgos que ellas conllevan.
En nuestra civilización del control y la prevención de riesgos, el toreo parece estar fuera de lugar. Mal que mal las ejecuciones ha sido relegadas a la incruenta y aséptica tecnología de las inyecciones letales. Es más que un lugar común que la violencia antes que expulsada de la modernidad, ha sido ocultada, enterrada, barnizada y maquillada. Por momentos no es claro si el compromiso de nuestra época (más teórico que real) contra la violencia, es un asco a sus efectos sustantivos o más bien un rechazo al espectáculo, a su exhibición desnuda, a su estallido visceral en nuestros rostros. No es muy claro si la queja es contra lo que se hace o es contra lo que se exhibe. No es raro que el valor subversivo y choqueante del acto terrorista sea un acto de violencia “espectacular”, ruidosa, llamativa e imposible de dejar pasar desapercibida. Mientras que la violencia oficial, políticamente correcta y estilísticamente aceptable, es silenciosa, oculta, fuera de visibilidad, como las inyecciones letales, la prisión de Guantánamo o el desfile censurado de los ataúdes invisibles de Arlington. El atentado terrorista deja un reguero de cuerpos destrozados, de edificios humeantes, de ruinas ostentosas. Más la violencia de los estados se escamotea y se disfraza escrupulosamente. El problema del horror es su visibilidad, no su horror. O más bien el horror está en la visibilidad. Un horror invisible es aceptable, casi de buen tono. Debemos, por contrario agradecer que se nos prive del horror como aparición, puesto, que, desprovisto de apariencia el horror ya no es horror. Una ejecución invisible pierde el carácter que hace de una ejecución un acontecimiento luctuoso…es como si no fuese (desnuda de espectáculo) la aniquilación de nada que valga la pena.
¿Será posible que la condena a la tauromaquia tenga algo que ver con este moderno y virtuoso descarnar de la violencia?. El problema de la corrida, de la fiesta brava, a los ojos de la modernidad bienpensante, está en que nos pone frente a las narices todo aquello que el proceso de civilización se ha empeñado y ha apostado a obliterar: la sangre sin duda, pero también la muerte (que a pesar de ello aún se resiste a ser invisibilizada), el terror, el límite, la animalidad, el instinto, en fin todo aquello que es real en la proximidad, en la intimidad de los fluidos corporales, en la organicidad.
La civilización de la asepsia, que gira obsesivamente en torno a una seguridad perseguida como un espejismo inagotable, como un anhelo tantálico, que mientras más perseguido y deseado es más lejano, pero que lleva a renovados esfuerzos, a extremos cada vez mayores de limpieza, planificación, reglamentación, “securitización” , encuadramiento, sistematización, pero sobre todo control…hasta el vómito de la propia existencia, que se convierte en un esqueleto desinfectado, donde todo es germen y contagio, y riesgo y peligro de contagio, e infección y miedo y más insomnio y después en la mañana más medidas preventivas. La prevención y la seguridad invaden nuestras vidas, al punto que cada vez más nos vemos abocados a consagrar nuestras vidas a la autofágica tarea de asegurar algo cuya seguridad nos lleva a la nada de su existencia más allá de la seguridad. Nuestra vida consiste en asegurar nuestra vida, más fuera del asegurarla ya no queda nada de ella, que no sea el acto de asegurarla indefinidamente hasta la impudicia, la impertinencia final de la muerte
En ese sentido la tauromaquia es un anacronismo, pero un anacronismo subversivo, porque pertenece a un mundo donde las ejecuciones eran públicas y el guerrero miraba el rostro congestionado de su enemigo, en ese abrazo mortífero del cuerpo a cuerpo, donde esas dos sangres y esos dos sudores se mezclaban en un solo último aliento. Hoy el soldado aplasta un botón y con ello aplasta a cientos de enemigos, anónimos, estadísticos y abstractos como una inyección letal de suprema hipocresía. La tauromaquia tiene todavía la impertinencia de mostrar al desnudo el dolor, la mueca y ese roce de los cuerpos, redoblado de diferentes maneras, que en un mundo que encierra a la locura en las paredes de la clínica, que se horroriza de pensar la demencia y el delirio como “puestas en escena”, donde solo es posible poner en escena lo que el detergente auspicia; se convierte en escarnio y en escándalo.
La corrida es uno de los pocos lugares legítimos que aún permiten escenificar en la sacralidad del ritual, las verdades entrañables de la condición humana: aquellas que nos intentan escamotear: los de el arrojarse a la muerte: porque no solo el toro es lanzado a la muerte, sino que el torero, y sus asistentes y el público, lanzado a los bordes de su propia muerte, y aprendiendo a amarla, y a codearse con ella, y a la manera azteca, a hacerla su invitada permanente.¿qué vale la vida privada de la muerte? Es la pregunta que se hacen y se contestan toro y torero, y es la pregunta que la modernidad no quiere, no puede permitir que nos hagamos. Hacerla, permitir que se profiera, dejar que se escape por las costuras mal suturadas de la vida letal a fines de la historia; parece que pone en peligro algo fundamental, entrañable y central de nuestro deseo de conocernos de cierta manera.
La oferta fáustica de la modernidad es precisamente la trascendencia de nuestra condición humana. Es preciso (para ser moderno) rehusarnos a todo lo que se presenta como propiamente humano para así poder ser humanos “de veras”. Humanidad en esta perspectiva es la humanidad autóctona: hecha por si, y por tanto desprendida y alejada de todo referente o servidumbre a lo que no es su voluntad. Pero para ello, el cuerpo, las heces, y nuestra hermandad con la biosfera aparecen como un incomodo e indecente recordatorio de nuestra connivencia – a pesar de todo- con la biología en su potencial de fermentación, La búsqueda de la pureza, de la auto-construcción “liberada” de las barreras de un cuerpo dado ( y no producido), de lo que no es nuestra obra, de lo que es condición y no resultado, producen en la mente civilizada un horror y repugnancia de si, solo comparable a la del Rey David después de su amorío con Betsabé.
Es moderno el uso de cubiertos, pues evita el contacto degradante con la carne y con los jugos animales o vegetales… toda la curvatura de lo moderno es un titánico establecer y luego alejarse de los límites de la animalidad y de una humanidad libre de toda sospecha de connivencia con lo animal. Hombre y bestia fueron pareja inseparable desde los primeros ladridos de las cavernas, más hora esa hermandad debe ser conculcada, enjaulada, vacunada, en-ascada…y sobretodo la diferencia de lo humano y lo animal como inconmensurables debe ser repicada hasta los volúmenes más ensordecedores. Nuestra civilización está descrita por el trayecto de nuestra distancia del animal.
Pero allí está el toro, y el toro se rehúsa a morir. Porque el toro vive en la lidia, brilla, refulge y truena en el desierto de los tiempos. Es fácil denunciar la incongruencia de una civilización que se horroriza de la muerte ritual de un animal en el ruedo, al mismo tiempo que sacrifica miles de animales en los higiénicos mataderos industriales de todos los días. (Más claro está, los camales son como las prisiones: discretos: sacan el horror de nuestra vista, en vez de hacerlo desfilar en toda su dignidad de muerte galante delante de nuestros ojos). La plaza y el toro, el caballo y el toro, nosotros y el toro somos un obstáculo (tal vez final) a la final obliteración de lo animal de nuestras vidas, al final desprendimiento de nuestra piel para que aparezca el automaton, el ser que se hace a si mismo, el creador de si, a ese ser que no le debe nada a la sangre ni a la muerte, que es tan solo un artificio, un hijo de la maestría. Ese hijo del arte, ese puro acto de creación autónoma de toda esclavitud, ese ser libre del destino a la muerte tiene un nombre y fue creado en la mente de Mary Shelley; se llama Frankenstein y aún cabalga sobre nuestros terrores en las noches donde por un momento contemplamos la agonía del último humano.
Mientras esté el toro, sin embargo, el mundo no será de aquel creado, sino que aún habrá una criatura que no permita que la creación se enseñoree finalmente sobre la vida. Minos es el contrapeso que desde el fondo más ancestral de los tiempos detiene con su testa el avance fatídico de la creación, y la muerte de Minos es lo que con su evidencia factica detiene a ese simulacro de vida que reniega de la sangre y camina libre de gérmenes por una vida de muerte sin vida. Al fin de cuentas es tal vez el momento de traer a la vida el mito de Mitra: la del Dios/Salvador que crea el cosmos y la vida con el sacrificio y la sangre el toro celestial. El cristianismo fue y ha sido la religión del cordero, el mitraismo fue la religión del toro y basaba toda su explicación de la fertilidad del mundo y de la historia en la “tauroctonia”: en la muerte del toro sagrado de los cielos, que daba paso a la regeneración de la vida. La redención cristiana hace del sacrificio del cordero la metáfora de la redención, ¿no es una redención olvidada, la del hijo de Ahuramazda, aquella que secretamente se escenifica en la tauromaquia?.

4 comentarios:

antitaurinos ecuador dijo...

En verdad que este absurdo ya lo había leido antes, cuando leí este texto sentí una mezcla de verguenza, lastima y horror, es que pude entender como esa porquería intelectual llamada postmodernidad logra provocar que una persona renuncie a sus convicciones intelectuales y cambie de ideas porque lingüísticamente son adecuadas... La crítica a este texto no es unicamente a que hace referencia a un acto cruel y ofensivo para todos los animales, incluyendo al ser humano, sino también por como está estructurado, no existe una lógica rigurosa en la construcción del texto, es sofismo puro y barato.
Creo que si buscan convencer a las personas con estos textos deben ser un poco más serios y por favor, no colen a la postmodernidad ni sus argumentos infantiles que en una lucha política y verdadera cualquiera que utilice sus argumentos pierde.
Atentamente,
Un vegetariano, antitaurino, animalista, y firmemente convencido de sus ideas.
Abajo la ordenaza 106 y las corridas en Quito, arriba el respeto y la vida.

Anónimo dijo...

Ole

EL BUHO ANDINO dijo...

Preguntamos respecto a la foto que ponen, si no tienen una en donde Buda, Cristo o San Francisco se halle entregando una oreja sangrante a un victorioso matador?
o quizás una antigua donde el Papa
o el Che asistan cabisbajos a una
faena de manoletinas y cruzados
de pecho... ; respecto al desgraciado incidente de barcelona
en donde dos ingenuos cantores terminaron
cayendo en el juego de los empresarios de la "muerte ritual" ;
revisen en un buscador de internet
con solo estas palabras Serrat y
antitaurinos y verán que en todas partes se cuecen las mismas protestas; por lo demás parafraseando a Serrat serà bueno decir "nunca es triste la verdad;
lo que no tiene es remedio"...

diego velasco andrade

Anónimo dijo...

Estimado Diego:

No tenemos fotos de Buda, Cristo o San Francisco porque no había cámaras fotográficas en esos años. Del Papa tampoco porque casi ningún Papa sale del Vaticano (salvo el Viajero) y además está viejito. Del Ché claro. ¡Era un gran aficionado!

Cuando pasó por España en el año 59, de los cinco días que estuvo en ese país, estuvo en dos Plazas de Toros. Se le ve en las fotos, justamente en dos distintos escenarios. Quedó prendido por las corridas de toros.

Sobre Sabina. La foto no es en Barcelona, es en Linares. El torero que realiza un brindis es José Tomás, por el que ha escrito preciosos poemas. Están publicados inclusive en sendos libros. Si le interesan, yo le puedo proporcionar algunos sonetos.

Dudo mucho que a personas tan inteligentes, famosas y trascedndentes alguen les pueda convencer como a niños de acudir a lugares que, según usted, repugnan. Sería muy inocente pensar algo así.

Saludos cordiales,

Somos Ecuador