Por Esteban Ortiz Mena
tomado de http://elalbero.blogspot.com/
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Cuando fui al Teatro Sucre a ver a I Solisti Veneti -orquesta italiana de cámara- hace un par de meses, lo primero que se me vino a la mente fue el sabor y el recuerdo de una plaza de toros. No pensé que mi afición me llevaría a tanto, pero inexplicablemente fue lo primero que se me vino a la mente. Si bien tengo un gusto por los toros, no pensé que hasta en un teatro me iba a pasar… sin embargo así fue.
Si ustedes se fijan bien, cuando vayan a un teatro estoy seguro que les pasará lo mismo que a mí: al principio me comencé a fijar en la gente, sobre todo en lo que hacía: descubrí que la mayoría de los asistentes, además de acomodarse en sus butacas, leían atentamente el programa de mano. Si bien no consta la genealogía de la bravura como en los manuales que reparten en las plazas de toros, constaba la historia del concertino… que es como saber lo mismo.
También, otros, conversaban con sus acompañantes: estoy seguro que los temas de las conversaciones giraban alrededor de política o chistes sobre sexo. Pero nadie, o muy pocos, hablaban sobre la obra que iban a presenciar. A este murmullo de espera acompañaba el sonido de los instrumentos afinándose. Todos los presentes, estoy seguro, estaban ansiosos de que empiece la obra.
Lo mismo ocurre en una corrida de toros. El espectador va a disfrutar de un evento que no conoce: la incertidumbre del espectáculo lo hace maravilloso. La música, la danza, el teatro son expresiones irrepetibles en cuanto a la expresión e inspiración de los actores y lo que, al expresar, nos hace sentir. El toreo, en cambio, es completamente nuevo. Se reinventa todos los días ya que la improvisación es la base de cada tarde. Las faenas no se componen como las letras de una canción, la partitura de un concierto o los guiones del teatro; se realizan de acuerdo al toro, al viento, al estado de ánimo… es decir, a las condiciones de cada tarde.
Pero la gran mayoría de espectadores no entienden lo que van a ver: simplemente van a disfrutar. Y de eso se trata.
Sale el toro, se abre el telón… es como oír la Quinta Sinfonía de Beethoven: Pa pa pa pammmm. Sin necesidad de saber qué notas son las que interpreta la orquesta, el momento en que nuestro oído escucha la caricia de los violines y el alma siente la fuerza del contrabajo, se nos pone la piel de gallina y se nos humedecen los ojos. Así cautiva Beethoven, capta nuestra atención inmediatamente. Ni bien nos acomodamos en nuestras butacas, experimentamos un clímax indescriptible.
Los toros, en cambio, nacen de la opción de unos hombres que se juegan la vida por el placer de generar, en los demás y en sí mismos, sensaciones indescriptibles: ese pa pa pa pam de Bethoven que estremece cuando sale el toro a la plaza y el torero lo desafía, con una tela en la mano, totalmente solo en medio del albero, llega a transformar la materia irracional del acto en armonía y belleza, en plasticidad perfectamente controlada. En aquellos instantes únicos, el hombre se convierte en un poeta, o en un artista, que viene a ser lo mismo.
Porque los toros, y todo lo que los rodea, son pura estética y sensibilidad. Cualquiera que posea sensibilidad estética y se haya acercado a una plaza de toros habrá percibido, inevitablemente, el valor del espectáculo. Si le gusta o no en su conjunto, si entiende o no su sentido profundo, eso ya dependerá de cada quien, pero no podrá permanecer indiferente ante el juego de formas y colores: la gracia de los movimientos, el ruedo dorado, el brillo de los trajes, la armonía y el colorido, los contrastes de luz… Basta tener los ojos -y la sensibilidad- bien abiertos para que nos inunde su belleza insólita, ese ballet estilizado que burla a la muerte.
De vuelta al Teatro Sucre: cada rincón se inundaba de los acordes que empezaban a sonar. No tenía idea de qué notas tocaban, con qué instrumentos lo hacían, pero me encantaba escuchar lo que la orquesta italiana estaba interpretando. Claro, muchos entenderán de música, pero la gran mayoría no logramos racionalizar el milagro que está ocurriendo -¿acaso importa?-. Aparecían instrumentos que nunca había visto, movimientos que no sabía que existían, divisiones de la obra que para el común de los espectadores pueden carecer de sentido. Por ejemplo, luego me enteré que esa guitarrita de apariencia chistosa y sonido cómico se llama mandolina… claro, como el libreto no estaba en español sino en italiano, a pedido de la orquesta, los espectadores comunes no podíamos presumir a nuestro vecino de butaca que sabíamos el nombre de la “guitarrita”. Y eso no sólo me pasaba a mí. Sin embargo, inexpertos y entendidos, estábamos ahí, disfrutando y contagiándonos de una representación que, aunque no se conozca a plenitud, se aprecia y se siente. Eso es precisamente lo que ocurre en los toros. Pensaba cómo toda esa gente, la gran mayoría ignorantes atrevidos como yo, sin saber de música, nos deleitábamos con los compases y el ritmo de una obra magistral. Sin saber lo que escuchábamos, lo sentíamos y cada uno creía que entendía, porque el arte es emoción universal… ¡eso es torear!
Los lances de Carmina…
Ya me había entrado el gusto por ir al teatro y no podía dejar de ir a escuchar la cantata Carmina Burana… ¡impactante! Otra vez pensé en toros.
Volví a tener esa sensación de que pronto va a empezar, esa ansiedad para que se levante el telón, que salga el toro… hasta que sentí los primeros acordes de Carmina Burana. Karl Orff me recibió de entrada con una tanda de doblones, sometiendo al toro de primera con muletazos largos (sin preámbulo de capote, picador ni banderillas), intercalados por ambos pitones y ejecutados de manera pura: largos y profundos por debajo de la pala del pitón. Así se torea, imponiéndose al animal (que en este caso era yo) para captar su atención. Eso es lo que hace la música, de buenas a primeras, los acordes captan la atención del público, con la tersura de cada nota y la armonía de cada compás.
El teatro retumbaba, todos estábamos hipnotizados ante la resonancia de las voces de esta maravillosa cantata escénica. Mientras la música sonaba, podía ver cada lance, cada verónica que acariciaba la embestida del toro. Carmina Burana experimentaba momentos de una intensidad única, como la que se siente en una plaza cuando los toreros derrochan arte. De verdad, podía ver la armonía y suavidad con la que se ejecuta una verónica… como uno de aquellos movimientos de la orquesta.
¡Qué maravilla! Sin conocer de música, podía apreciarla, no sabía lo que me pasaba, mi ignorancia no era obstáculo para dejar de apreciar tan maravilloso arte.
Sin duda, hablar de toros y hablar de arte es una tarea difícil. Nos vemos desbordados por una pasión, porque el arte apasiona y enamora... Por que, a pesar de todos los esfuerzos, como dice Antonio Caballero, es difícil explicar “por qué la música es un arte, sin oírla. O por qué es un arte la pintura, sin verla. Música para sordos, pintura para ciegos. Uno no puede contar una sinfonía, ni explicar un cuadro…”. Los toros tampoco se explican…
Mejor pruébelo… disfrútelo y luego hablamos.
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