Por: Fernando Iturralde Guerrero
La muerte del toro de lidia en cumplimiento de su predisposición ancestral, da razón a su propia existencia y garantiza la vida de la especie o subespecie.
El toro, al morir en la corrida, dignifica su condición de innata agresividad y agresiva belleza que desaparecería (y con ello la especie) en la innoble muerte de matadero, por sofisticada que esta llegue a ser.
Y el momento de la muerte, luchando por su vida, es el momento del nacimiento de otro toro de lidia, que espera cumplir un día, con su instinto, su destino mágico y ritual.
El hombre, su matador, armado de una espada que contrarresta las dos que el toro tiene, mira el lugar por donde ha de introducirla (no mira los cuernos) y se entrega al riesgo en un encuentro de suerte o muerte. El hecho de que los recursos técnicos que el hombre posee le favorezcan para salir casi siempre vencedor solamente confirma una realidad de la naturaleza que es la superioridad del hombre que posee esos recursos y que los ha adquirido en siglos de aprendizaje para vencer al toro.
Es necesario para lograr este resultado cumplir un proceso: la lidia; que se ha vuelto con el tiempo creativa y altamente estética, tendiente a dominar las condiciones de fortaleza del toro a través de capotazos que doblegan, la suerte de varas que ahorma y muletazos que detienen, no el instinto, no la voluntad de pelea, no la bravura, sino la fuerza que es superior a la del hombre.
La vituperada suerte de varas, medidor no solo de la fuerza sino de la raza, la genética y la voluntad tiene la imponente belleza del toro herido retornando, soberbio, valiente, sin renuncia a la pelea.
La imagen del toro arrancándose, engallado, arrogante, por segunda o tercera vez al caballo que lo castigará es lo que hay que ver y celebrar.
Mirar, con demagógicos acercamientos televisivos la sangre que corre, el hoyo que deja la vara y suprimir lo demás, como el comportamiento del animal durante esos momentos, su infatigable lucha posterior y su muerte, es salir del contexto, gozar con morbo de la misma manera que la pornografía goza al genitalizar el amor y lo saca de contexto.
Cuando un toro de gran bravura, muere en el centro del ruedo, usando su último aliento para embestir, estamos frente a una de las fuerzas más espectaculares y nobles de la naturaleza.
Y eso no se puede perder.
El toro, al morir en la corrida, dignifica su condición de innata agresividad y agresiva belleza que desaparecería (y con ello la especie) en la innoble muerte de matadero, por sofisticada que esta llegue a ser.
Y el momento de la muerte, luchando por su vida, es el momento del nacimiento de otro toro de lidia, que espera cumplir un día, con su instinto, su destino mágico y ritual.
El hombre, su matador, armado de una espada que contrarresta las dos que el toro tiene, mira el lugar por donde ha de introducirla (no mira los cuernos) y se entrega al riesgo en un encuentro de suerte o muerte. El hecho de que los recursos técnicos que el hombre posee le favorezcan para salir casi siempre vencedor solamente confirma una realidad de la naturaleza que es la superioridad del hombre que posee esos recursos y que los ha adquirido en siglos de aprendizaje para vencer al toro.
Es necesario para lograr este resultado cumplir un proceso: la lidia; que se ha vuelto con el tiempo creativa y altamente estética, tendiente a dominar las condiciones de fortaleza del toro a través de capotazos que doblegan, la suerte de varas que ahorma y muletazos que detienen, no el instinto, no la voluntad de pelea, no la bravura, sino la fuerza que es superior a la del hombre.
La vituperada suerte de varas, medidor no solo de la fuerza sino de la raza, la genética y la voluntad tiene la imponente belleza del toro herido retornando, soberbio, valiente, sin renuncia a la pelea.
La imagen del toro arrancándose, engallado, arrogante, por segunda o tercera vez al caballo que lo castigará es lo que hay que ver y celebrar.
Mirar, con demagógicos acercamientos televisivos la sangre que corre, el hoyo que deja la vara y suprimir lo demás, como el comportamiento del animal durante esos momentos, su infatigable lucha posterior y su muerte, es salir del contexto, gozar con morbo de la misma manera que la pornografía goza al genitalizar el amor y lo saca de contexto.
Cuando un toro de gran bravura, muere en el centro del ruedo, usando su último aliento para embestir, estamos frente a una de las fuerzas más espectaculares y nobles de la naturaleza.
Y eso no se puede perder.
No hay comentarios:
Publicar un comentario