Sus 75 años de edad le causan algunos achaques y malas pasadas
Ha hecho todos los votos, igual que un sacerdote. Lo que no puede es celebrar misa. La iglesia de Santa Teresita tiene, además de la santa que le da el nombre, una figura emblemática: el hermano José María. Durante muchos años los feligreses han sido testigos de sus afanes, su dedicación y el humilde amor con que mantiene alumbrado el templo, los aromas de las flores frescas y la impoluta limpieza de las naves, ataviado con su larga sotana que le llega hasta las sandalias y le cubre su cuerpo pequeño y apenas regordete. A pesar de haber hecho todos los estudios y haber adquirido una sólida formación teológica en España, donde nació, no tomó la alternativa para cura: se quedó de hermano. Ha hecho todos los votos, igual que un sacerdote. Lo que no puede es celebrar misa. Pero, por autorización del arzobispo, puede dar la comunión a los enfermos y dársela a sí mismo.
Hace 51 años, el 11 de diciembre, salió de su provincia de Burgos, cruzó el charco y aterrizó en Esmeraldas en cumplimiento de una orden dada por sus superiores. Después de vivir allí tres años, viajó a Quito. Y se quedó. Curiosamente, hasta entonces nunca había presenciado una corrida de toros: en la España de entonces, que era la de la guerra civil y la del millón de muertos que dijera Gironella, las autoridades tenían proscrito que los religiosos fueran espectadores de esa fiesta, aunque sí estaban autorizados para ir al fútbol. Por eso, el hermano José María se sorprendió cuando aquí, su amigo de toda la vida, el entonces padre y hoy monseñor Luis Alberto Luna, le propuso una tarde ir a la plaza Arenas.
El hermano José María, con ese dejo español que, aunque bastante disminuido, conserva hasta ahora, dijo: hombre, Alberto, ¿y por qué no? ¡Vámonos! Lo que vio le fascinó: una corrida de Arturo Gangotena, para Luis Mata, Edgar Puente y un tercer nombre que su memoria ha perdido. Así, el toreo ganó un aficionado. Y, pronto, el cigarrillo perdió un adicto. Porque ha de saberse que el hermano José María, tan santo, fumaba. Pero de pronto, tras una enfermedad al riñón, el olor del tabaco comenzó a producirle malestar. Ante eso, no tuvo más remedio que cortarse la coleta de cofrade de ese santo vicio y pasar a integrar el numeroso gremio de los apóstatas del humo. Sus 75 años de edad le causan algunos achaques. Afirma que el corazón ha comenzado a jugarle malas pasadas y, después de decir eso, calla. -Bueno, ¿y por qué tengo yo que confesarle a usted mis males?, me pregunta. Y yo, aunque picado de curiosidad, le doy la absolución y le deseo su total restablecimiento. Porque sí. Porque un hermano como él merece vivir mil años (iba a decir ¡joder!, pero no digo porque delante de los hermanitos no hay cómo lanzar tacos, ¡joder!).
Monseñor Luna siguió tentándolo para llevarlo por el mal camino de los toros e invitándolo a cuanta corrida había. Paralelamente, el doctor Alfonso Cruz Orejuela, torero en su juventud, acudía religiosamente todos los lunes a la cripta de Santa Teresita para poner flores en la tumba de su esposa. Después, le pedía al hermano José María que le acompañara a ver cómo iba la construcción de la nueva plaza de toros Quito. Así, también fue testigo de la manera en que, ladrillo a ladrillo, se iba levantando ese otro templo, que serviría meses más tarde para el rito de los toros. Además, por Santa Teresita pasaban obligadamente los toreros españoles que venía ha "hacer las Américas". Así el hermanito trabó amistad con Victoriano Posada y con Mario Carrión, además de conocer a Pedrés ("un hombre muy culto, agradable y extremadamente educado") y a una pléyade de espadas de primera jerarquía.
La vecindad con Manolo Cadena le creó unos lazos de afecto perdurables. -¿Y cómo era él cuando no estaba frente a los toros?, le pregunto. "Bueno pues, creyente pero un poco picarón, ¿no? Sé muchas historias de él pero no puedo decirlas porque los religiosos no somos dados a los chismes". Otra vez me quedo como los toros luego del segundo tercio: picado. Pero no insisto en jalarle la lengua al hermanito, no vaya ser que luego la autoridad celestial le castigue con un par de banderillas negras colocadas en todo lo alto. Con Manolo Cadena iba también Jerónimo Pimentel, porque Cadena lo hospedó en su casa. E iba Victoriano Posada con mucha frecuencia, hasta el extremo que su novia una vez lo llamó directamente al convento y Victoriano, que estaba ese momento con sus amigos curas, contestó desde allí. "Lo que habrá creído la chica -dice con un tono de inocultable picardía el hermano José María- ¡que Victoriano era un santo varón!". Otra vez comió en el convento Cayetano Ordóñez, a quien el hermano José María califica como un torero fino, "quizás más que Antonio, su hermano. Y, además, muy simpático". Ahora está casi por completo "alejado de los ruedos". Prefiere caminar por el vecindario y, a veces, paso a paso, llega hasta el centro de Quito; da una vuelta al ruedo de la Plaza Grande y regresa a su convento en trole. Allí se despoja de su sotana, que es como su traje de luces, y se viste de corto: un pantalón gris, una camisa a cuadros y un suéter de lana. Y, entonces, comienza, dentro del templo, a ejecutar su ritual de peón de brega, con el que pone en suerte al astifino toro de la fe.
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